jueves, 24 de diciembre de 2009

sábado, 28 de noviembre de 2009

LOS CÓDIGOS DE LA VIDA

LOS CÓDIGOS DE LA VIDA

El día 24 de noviembre del año 2009 tuvo lugar la presentación del libro titulado “Los códigos de la vida” escrito por Mónica López Barahona y José Carlos Abellán Salort editado por la editorial madrileña Homo legens. El acto tuvo lugar en la Fundación Rafael del Pino vinculada al grupo Intereconomía. La invitación al acto fue cursada por los autores del libro y Dña. Rosario Cortázar, Presidenta de Acción Familiar. Tuve el honor y el placer de asistir al acto de presentación y me parece oportuno dejar constancia de ello haciendo algunas reflexiones personales sobre el libro y el desarrollo del acto académico añadiendo unas palabras por mi parte relacionadas con el estatuto biológico del embrión humano.

1. El acto de presentación.

Digamos de entrada que el aforo académico estaba abarrotado de gente. Unos en edad avanzada pero reflejando en sus rostros la felicidad y alegría de haber servido y amado a la vida sin reservas ni condiciones. Otros, la inmensa mayoría, en edad de plenitud y exuberancia vital y estética dispuestos a luchar amorosamente por su vida y la de los demás a despecho de los actuales proyectos gubernamentales de exterminio legal de los más débiles e indefensos mediante el aborto y la eutanasia. La Dra. Mónica López Barahona hizo una sucinta presentación técnica de la naturaleza del embrión humano destacando los datos más objetivos y granados de la investigación científica al respecto para llegar a la conclusión de que nuestra condición humana nos viene ya dada desde el momento matemático de la singamia. Fue una exposición apasionante, científicamente impecable y con claridad meridiana. Sobre todo cuando destacó el valor troncal del cigoto humano y de las secuencias Alu. A continuación tomó la palabra la Dra. Blanca López Ibor, la cual no la fue en zaga. Me impresionó mucho la naturalidad con la que nos habló de su experiencia como médico al servicio de la vida, incluso hasta abandonar la profesión si, habida cuenta de las presiones políticas y sociales de mal agüero existentes, no quedara otra alternativa más honesta, antes que contribuir a la muerte de los pacientes en lugar de ayudarles a vivir mejor hasta donde sea posible. Es admirable que una mujer médico pida humildemente ayuda a la sociedad para poderse defender contra las insidias de los gobernantes de turno y de grupos sociales de bajo calibre moral que tratan de forzar a los médicos a renegar de su noble profesión de servidores de la vida humana desde el campo de las ciencias biomédicas. José Carlos Abellán completó el discurso de presentación con reflexiones desde el campo de las leyes. Es un error muy grave creer que la buena conducta en el campo de la bioética es aquella que se ajusta a las leyes en vigor. Hay leyes objetivamente malas que inducen a realizar acciones muy malas. Tales son todas aquellas, por ejemplo, que propician las prácticas abortivas y la eutanasia, o aquellas otras que permiten la destrucción de fetos humanos en los procesos de investigación científica, farmacológica o de reproducción humana de laboratorio. Los tres ponentes coincidieron en que estos asuntos se intoxican cuando quedan a merced de los políticos y legisladores que desconocen los datos objetivos de la biología celular o por motivos ajenos a la realidad y verdad de las cosas no los quieren tener en cuenta o los manipulan mediante la “ingeniería del lenguaje” como si la realidad de las cosas cambiara por el mero hecho de cambiar su nombre. Por ejemplo, cuando se introduce el concepto de pre-embrión, o se utiliza un lenguaje eufemístico como “interrupción del embarazo” para referirse al aborto, o solución al problema de la infertilidad hablando de técnicas de reproducción humana. Confieso que al final de estos tres breves, sustanciosos y emocionados discursos de presentación tuve la sensación de que había estado escuchando tres momentos de una bella sinfonía de la vida.

2. Contenido del libro.

El libro lleva el sugestivo e interesante título Los códigos de la vida”. Es un texto intencionadamente breve, descriptivo y divulgativo de las cuestiones más urgentes y esenciales que se debaten en el campo de la Bioética. Para entender mejor el significado del título cabe hacer las siguientes matizaciones semánticas. Código, del latín “codex”, es un cuerpo de leyes y normas de conducta lógicamente estructurado. En este sentido hay códigos de la más diversa índole, desde el Código de la circulación hasta el Código de Derecho Canónico, pasando por el civil, militar, penal, mercantil, postal, de barras e infinidad de otros similares. De la antigüedad son famosos el Código de Hammurabi, hacia el 1760 antes de Cristo, y el de Justiniano, editado en abril de 529 y en noviembre de 528 después de Cristo. Es una recopilación de constituciones imperiales promulgada por el emperador Justiniano. Código es también la recopilación de leyes y normas de alguna actividad gremial formando un todo homogéneo. Otras veces “código” equivale a la clave o contraseña para descifrar fórmulas o mensajes secretos. O también un sistema de signos y reglas destinados a la comprensión de algún mensaje.
En bioética hablamos del “código genético” en el que está programada minuciosamente toda nuestra personalidad biológica y nuestro fenotipo. La clave para descifrar ese código o “libro de la vida” está en los genes. El código genético puede describirse como el conjunto de normas biológicas por las que la información codificada en el material genético (secuencias de ADN o ARN) se traduce en proteínas en las células vivas. La clave de esta normativa biológica se encuentra en la forma de comportamiento de las diversas porciones de ADN o genes. El código genético de un ser humano, por tanto, equivale a la totalidad de sus genes en acción. Hecha esta aclaración se comprenderá ahora mejor el significado interesante de los títulos de los cuatro capítulos del libro: 1) Código biológico. 2) Código filosófico. 3) Código bioético. 4) Código jurídico.
El código biológico se refiere al estatuto biológico del embrión humano en base al genoma de cada individuo de la especie humana como principio físico de individuación e instaurado automáticamente en el código genético en el momento preciso de la singamia. El código filosófico contempla el carácter personal del cigoto con las consecuencias psicológicas y éticas que de ahí se derivan. El código bioético comprende la definición de la bioética y la descripción de los diversos modelos antropológicos aplicados a las prácticas biomédicas, sobre todo relacionadas con las técnicas de reproducción de laboratorio, el aborto, la eutanasia y la experimentación científica con embriones humanos. Por último, bajo la denominación de código jurídico se habla del bioderecho o biojurídica con particular énfasis en la legislación española con vistas a ofrecer datos científicos y razones objetivas que sirva para evitar el atropello legal de la vida humana desde que es encendida a la vida hasta su muerte natural. Este libro es relativamente breve, económicamente barato y realmente digno de ser leído por su contenido al servicio responsable y amoroso de la vida humana naciente, sufriente y terminal.
Dicho lo cual y con el deseo de que tenga el éxito editorial que merece, me parece oportuno añadir algunas sugerencias. 1) En 5, referencias bibliográficas, la nota 37 no aparece en el texto y se repite la 38. 2) En la p. 8, donde dice seceuncias Alu debe decir secuencias Alu.3) En la p. 14, donde dice el hecho se ser debe decir el hecho de ser. 4. Tengo la impresión de que la definición de bioética ofrecida en la página 97, entre tantas otras existentes, no es la más acertada, sobre todo porque se mantiene en la línea holística de Van Rensselaer Potter con el riesgo de confundir la bioética con la veterinaria y la botánica. Cosa, por otra parte, que no ocurre ni por asomo en el libro que comentamos sobre “Los códigos de la vida”. También me parece oportuno recordar que el modelo personalista adoptado en el libro es impecable porque lo aplica en sentido estricto. Quiero decir que no queda ningún resquicio o portillo abierto para que alguna autoridad pública o institución social pueda arrogarse el derecho a decidir o establecer la valía de ningún ser humano para destruir su vida. Pero en el contexto del modelo personalista no todo el monte es orégano. Hay quienes sutilmente dejan puertas abiertas para que en determinadas circunstancias algunas vidas humanas puedan ser legítimamente destruidas. Por ello yo he adoptado y sigo adoptando el modelo vitalista en el cual el punto de partida no es la dignidad humana (un concepto abstracto a cuya verdad pocos tienen acceso) sino la vida concreta y personal de cada embrión humano, cuya dignidad o excelencia exige que su vida sea amada, respetada y ayudada en todos los momentos de su periplo existencial. El modelo personalista en sentido estricto, que es el adoptado en este libro, y el vitalista llegan a las mismas conclusiones desde puntos de partida diferentes pero, por razones que no es del caso exponer aquí, el modelo vitalista, según mi experiencia, resulta más comprensible y pedagógico para el común de la gente que el modelo personalista, sólo comprensible adecuadamente por una élite intelectual cristiana.
Por último, creo que sería bueno añadir alguna valoración crítica a la descripción de los diversos modelos o códigos bioéticos. De lo contrario se tiene la impresión de que todos ellos son válidos según que estén avalados por alguna ideología, militancia política o religiosa. Tratándose de la vida humana, que es lo que está en juego en la bioética, o se está a favor o contra ella. La vida de cada uno de nosotros es el valor común troncal sobre el que se sustentan todos los derechos y se definen las obligaciones. De ahí que, un modelo bioético que contemple la destrucción de vidas humanas en cualquiera de sus etapas existenciales debe ser denunciado puntualmente y no sólo silenciado.

3. Naturaleza y valor troncal del CIGOTO.

El término técnico Cigoto es fundamental en genética y para cualquier discurso ético de calidad sobre cuestiones biomédicas. Literalmente es la traducción del término griego zigotós que significa uncido, y zigós que significa yugo. Ambos, a su vez, tienen su matriz en el verbo zigow que significa uncir. De ahí el uso de este término en biología para significar la célula u organismo procedente de la unión de dos células las cuales, uncidas, constituyen una nueva unidad o individuo biológico distinto de cada una de las células uncidas. Más exactamente, cigoto (o zigoto) es la célula inmediata resultante de la unión de óvulo y espermatozoide. En el contexto de la clonación cigoto el resultado inmediato de introducir el núcleo de una célula embrional, o adulta, en un óvulo previamente desnucleado. Es lo que en biotecnología pura y dura se denomina transferencia nuclear. Cabe afirmar sin lugar a dudas que el momento clave para resolver el problema del estatuto biológico del embrión humano y el respeto que le es debido se encuentra en su etapa de preimplantación y concretamente en el cigoto. Para entender todo el alcance de esta afirmación me parece oportuno recordar los datos mejor conocidos del proceso de fecundación y del desarrollo del embrión antes de la implantación en el útero materno. Durante este tiempo previo a su implantación en el útero materno el embrión es llamado blastocisto.

Las etapas del proceso de fecundación.

Como es sabido, el resultado inmediato de la fecundación o fusión de óvulo y espermatozoide se denomina CIGOTO o embrión unicelular. Nos hallamos ante un nuevo organismo de la especie humana. Nuevo, por relación a los gametos antes de su fusión, y de la especie humana en el supuesto de que proceden de un hombre y una mujer. Pero antes de llegar hasta este extremo han ocurrido muchas cosas de las que cabe destacar las siguientes. 1) La denominada reacción acrosomial que permite al espermatozoide atravesar la frontera de las células glanulosas que rodea el óvulo y unirse a la zona pelúcida. 2) Cruce rápido de la zona pelúcida y fusión de gametos o singamia que activa el metabolismo del óvulo fecundado con el comienzo del desarrollo embrionario, y la reacción cortical que regula la entrada del espermatozoide en el óvulo. 3) La formación de los pronúcleos y el comienzo de segmentación o división celular.
Los expertos describen brillantemente todo este proceso durante el cual se aprecia cómo la fusión de los gametos es un proceso irreversible que marca el comienzo de un nuevo organismo que es el CIGOTO o embrión de una sola célula. Y lo que es esencial para determinar el valor de este nuevo organismo unicelular: el cigoto posee el patrimonio genético y molecular de la especie humana. El CIGOTO contiene el código genético que define la esencia física de nuestra individualidad, o sea, la “materia signata quantitate” o porción de materia cuantificada. A partir de este momento la información del nuevo genoma guía desde el estadio unicelular o cigoto todo el desarrollo embrionario posterior. Horas después de la fecundación los dos pronúcleos se liberan de la capa que los recubre determinando la mezcla de los cromosomas paternos y maternos, con lo cual el embrión unicelular o cigoto se prepara para realizar su primera división celular. Llegados a este momento es de capital importancia resaltar el hecho científico de que la activación coordinada del nuevo genoma PRECEDE y no depende del encuentro de los pronúcleos y de la aposición de los cromosomas. Lo cual significa que el CIGOTO con su genoma constituido es el sujeto de inhesión que permanece en todo el proceso vital de un ser humano desde el momento de la fecundación hasta la muerte.

Los ejes del desarrollo embrionario.

Contra lo que se pensaba hasta hace poco tiempo, estos comienzan a definirse ya a los pocos minutos y en las horas siguientes a la fecundación o fusión de los gametos. A la luz de los últimos conocimientos biológicos cabe afirmar que si los ejes de desarrollo embrionario y el destino celular comienzan a definirse de forma tan precoz queda poco o ningún margen para sostener que los embrioides o embriones precoces sean considerados como un mero cúmulo o puñado de células indefinidas capaces de todo y de nada. Por el contrario, el embrión humano precoz es un sistema armónico en el que todas las partes potencialmente independientes funcionan juntas para formar un nuevo organismo individual.



Desarrollo del embrión antes de la implantación.

Una vez constituido el cigoto, éste comienza a subdividirse en células hijas más pequeñas denominadas blastómeros. Con una particularidad importante y es que el embrión en su conjunto no cambia de dimensiones, quedando encerrado en la zona pelúcida que le protege e impide adherirse a las paredes tubáricas. El resultado de estas divisiones es la mórula, así llamada por su parecido a una mora. Las células que constituyen el estrado más externo de la mórula están destinadas a formar el trofoblasto que termina constituyendo los tejidos del corion o parte embrionaria de la placenta. Las células internas, a su vez, están destinadas a formar la masa celular interna (ICM), que dará origen a los tejidos embrionarios y asociados con éstos como son el saco vitelino, los amnios y alantoide. La mórula inicial no posee todavía una cavidad interna. Pero hacia el cuarto día de la fecundación y existencia del cigoto dotado de su código genético correspondiente, se transforma en blastocisto, el cual sí tiene ya cavidad interna con su ICM o masa celular interna. Huelga recordar que el periodo de preimplantación del embrión o cigoto en proceso de segmentación tiene lugar en la trompa de Falopio. Al cabo de siete días después de la fecundación, si nada ni nadie se lo impide, el blastocisto se instala en la mucosa uterina como quien se instala en un nuevo piso acomodado a las nuevas circunstancias de la vida.
En todo momento se ha producido un diálogo cruzado materno-embrionario y la preparación para la implantación. Como conclusión del diálogo bioquímico que se establece con la madre prepara al embrión para la implantación. La compleja e intensa interacción materno-embrionaria es decisiva para el correcto desarrollo del embrión implantado. La relación madre-hijo comienza desde el momento matemático de la fecundación y continuará a lo largo de todo el embarazo mediante un diálogo bioquímico, hormonal e inmunológico. Pero no todo queda ahí. Esta relación intrauterina marcará el desarrollo posterior del nuevo individuo quedando una “memoria” imborrable del contacto biológico y de los canales de comunicación que tuvieron desde el momento preciso de la fecundación hasta el final del embarazo.
Al llegar aquí cabe hacer una observación muy importante. Me refiero al hecho de que el sujeto de inhesión sobre el que tiene lugar la segmentación es el cigoto y que todo lo que le ocurre con la segmentación está presidido y dirigido por el genoma instalado en él. Por lo mismo, cualquier intervención sobre el cigoto, la mórula o el blastocisto puede ser beneficiosa o mortal para el nuevo individuo de la especie humana en marcha. De ahí la irresponsabilidad de los científicos y juristas más desaprensivos empeñados en restar importancia al periodo de implantación del embrión con el fin de utilizarlo como puro material de laboratorio con fines científicos, genésicos o terapéuticos. Cualquier tipo de diagnóstico prenatal constituye un riesgo gravísimo de dañar y destruir la vida del nuevo individuo de la especie humana diseñada en el cigoto unicelular o sujeto de inhesión permanente durante todo el proceso vital preimplantatorio. Desde el momento en que el espermatozoide fecunda al óvulo queda establecido el eje a lo largo del cual se dividirá el cigoto. Incluso el fenómeno de la gemelación, raro o poco conocido, tiene lugar en base al eje ya instalado en el cigoto, sobre el cual tiene lugar el inmediato y progresivo proceso de división celular. De donde se infiere que el hecho de que una parte del cigoto se pueda separar sólo indica que es divisible pero no cuestiona en absoluto que sea un individuo. Así pues, en el caso de los gemelos monoovulares existe un primer individuo que se desarrolla de acuerdo a su programa y otro que se desarrolla según el suyo propio independientemente del de su hermano. Lo cual se confirma por el hecho de que los hermanos gemelos presentan a veces patologías diferentes y cada uno de ellos enferma o fallece cuando le llega su hora como individuos y personas diferentes.

4. Cada cigoto es un individuo de la especie humana.

Es preciso insistir en que el fruto inmediato de la fecundación es un individuo en desarrollo permanente, de acuerdo con la programación biológica impresa en el genoma. Este es un dato científico constatado sobre el cual no caben dudas sustanciales razonablemente justificadas. Ahora bien, ese sujeto activo o individuo orgánico, resultante de la fecundación, ¿ha de ser considerado y tratado ya desde el primer momento como una persona humana? ¿Es lo mismo decir ser humano que persona humana?
Suele decirse que la respuesta a estas preguntas desborda la competencia de la biología celular como tal y nos introduce en el terreno de la reflexión metafísica propiamente dicha. Para algunos filósofos la respuesta es negativa. Sobre todo entre los teóricos que pretenden legitimar las prácticas abortivas. Para éstos la condición de persona se define por la conciencia refleja y otras capacidades propias de los adultos. Ahora bien, ni el embrión, ni el feto, ni el niño poseen esas cualidades. Luego no son personas. El concepto de ser humano, según ellos, es puramente biológico y lo refieren a los miembros del denominado homo sapiens. Los datos científicos más granados, sin embargo, no avalan esta forma de pensar, más doctrinaria que científicamente objetiva. Ahí está, por ejemplo, el hecho de la individualidad orgánica del producto inmediato de la fecundación.
Se ha pretendido demostrar que el neoconcebido no es un organismo individual y que existe discontinuidad en el desarrollo del mismo durante los primeros 14 días a partir del momento de la fecundación. La fecundación pondría en marcha el proceso de división celular y nada más. Ese proceso no debería, pues, ser considerado como vida humana. Alguno pretendió defender esta tesis basándose en la posibilidad de inducir artificialmente la división celular en un oocito no fertilizado. Ahora bien, esa posibilidad es imaginaria y no real. La realidad de los hechos demuestra que sin fusión de gametos no hay embrión. Por otra parte, cuando la fertilización ha tenido lugar provocando el desarrollo del feto, es evidente que esa vida individual orgánica surgió a raíz del proceso de fertilización. Es científicamente ridículo decir que el resultado inmediato de la fecundación no es más que un puñado de células precursor del embrión, como lo serían el esperma y el óvulo por separado antes de la fecundación. Ni el óvulo ni el espermatozoide son capaces de desarrollarse por separado dando lugar a un feto. Hay que tener ganas de buscar los tres pies al gato para equiparar la realidad objetiva de los gametos separados con la nueva entidad orgánica que resulta de la fecundación. Nos hallamos ante una unidad orgánica programáticamente estructurada en la constitución del genoma, que es el verdadero principio físico y palpable de individuación, distinto del de los padres, y más aún del de los gametos separados, a pesar de su dependencia de ellos. Esta equiparación tendenciosa, para justificar el trato arbitrario de los embriones, tiene más de burla estratégica que de responsabilidad científica y fidelidad a los hechos reales.
Otros dicen que la vida es continua y que no se inicia con la fecundación. De hecho, la encontramos en los oocitos del ovario fetal y viene transmitiéndose de generación en generación. La fecundación sería un paso importante, pero no decisivo para la constitución del individuo humano. Los que así piensan se olvidan de que no estamos hablando de la vida en abstracto, sino de la vida concreta de un sujeto particular que llamamos embrión humano, el cual surge única y exclusivamente cuando se produce la fecundación. En consecuencia, ésta no es sólo un paso importante hacia la individualidad. Es la condición absolutamente indispensable para que surja el complejo orgánico original llamado cigoto, mórula, embrión, preembrión, o como se lo quiera llamar. Es como si a una persona la queremos llamar Pedro durante la infancia, Juan durante la adolescencia y Roque durante la edad madura. La identidad personal de ese sujeto es la misma en la cuna del niño y en el lecho de anciano. Nadie puede negar el hecho de que el cigoto está morfológicamente definido hacia los quince días después de la fecundación. Es entonces cuando aparecen algunos millares de células diferenciadas en cuyo marco se va a configurar definitivamente el embrión. Pero esta etapa primitiva del embrión no representa más que el punto de llegada de un proceso secuencialmente ordenado que se inició en el momento de la formación del cigoto. En todo momento del desarrollo del cigoto se halla ya presente aquella unidad que terminará definiéndose como unidad feto-placentaria. Los que han seguido de cerca el proceso de elaboración del Warnok Report (WR) confiesan que la introducción del término pre-embrión es debida a un contencioso y a presiones externas ajenas a la verdad científica sobre la realidad del embrión desde el momento de la fecundación. La dis¬cusión ética viene ya condicionada por la manipulación de las ¬palabras.
Se ha querido negar la unidad orgánica del producto inmediato de la fecundación alegando el hecho de que algunas veces la división inicial del cigoto no termina en embrión. Unas veces porque no alcanza el estadio de implantación. Otras no anida convenientemente en la pared uterina, o bien deriva en gemelación. Pero tampoco estos hechos contradicen en absoluto la unidad original orgánica del cigoto. Esos fallos son debidos a circunstancias adversas ajenas a la naturaleza intrínseca del cigoto. Se trata de meros accidentes que imposibilitan el despliegue de la programación biológica impresa en la unidad estructural del genoma. Esa forma de argumentar es más una agudeza dialéctica que un verdadero argumento razonable. Es como si uno dijera que alguien no era persona porque salió de viaje y tuvo un accidente mortal en el camino. Cualquier acontecimiento en la vida y división del cigoto tiene lugar sobre el eje del que he hablado antes y que se encuentra ya formando parte de la unidad vital del cigoto.
Se argumenta también contra la unidad orgánica del cigoto aduciendo el fenómeno de la gemelación. La formación de mellizos monoovulares ha sido considerada como una razón más para posponer el inicio del sujeto humano al día 15 o 16 después de la fecundación, ya que durante ese período de tiempo podrían originarse del mismo cigoto uno o más embriones distintos. Ese estado de indiferenciación significaría la ausencia de una unidad definida o sujeto humano. Pero este argumento es más ficticio que real. Porque una célula no carece de individualidad propia por el hecho de ser capaz de producir otra semejante a ella. Cada cigoto humano, en efecto, tiene existencia propia distinta de la de cualquier otro, y en este sentido hay que reconocerle su individualidad. Después inicia su desarrollo actuando su propia potencialidad. El que sea capaz de evolucionar dando lugar a uno o varios embriones no pone en cuestión su unidad original sustentada por el eje de división presente en el cigoto. Negar la individualidad original del cigoto en base al eventual fenómeno de la gemelación es tan absurdo, lo mismo en términos biológicos como filosóficos, como negar la individualidad personal de una mujer que alumbra trillizos.
Todo lo que acontece durante el proceso vital que se inicia en el momento de la fecundación —si las circunstancias son favorables o no se interrumpe brutalmente dicho proceso—, depende de la programación orgánica grabada en el genoma constituido en el cigoto. Si además tenemos en cuenta que el 99-99,6 por 100 de los cigotos que se desarrollan dan origen a un solo organismo, lo lógico es concluir que el cigoto está determinado por sí mismo a desarrollarse en un único sujeto. Los gemelos monoovulares son un error genético o ambiental inducido. Un accidente en el camino de la normalidad. La clave de la unidad orgánica está en el genoma. Ahí está el fundamento real de su unidad orgánica. Nos hallamos, pues, ante un todo orgánico, es decir, ante un sujeto o individuo humano en acción progresiva, como un cabo elástico que se estira biológicamente sin romperse desde el momento de la fecundación hasta la muerte.
Algunos han ido más lejos negando la condición de sujeto humano al embrión de menos de ocho semanas basándose en la ausencia de actividad cerebral durante ese tiempo. Siendo la actividad cerebral la expresión de la respuesta del sistema nervioso a los estímulos internos y externos, su cese equivale al fin de toda vida relacional con el exterior así como entre los órganos, tejidos y células. La llamada muerte cerebral significa, en efecto, el cese de toda actividad bioeléctrica cerebral. Ahora bien, en el embrión de menos de ocho semanas no se aprecia todavía actividad cerebral, lo que sería indicativo de que no existe individuo humano. La razón parece deslumbrante, pero carece por completo de consistencia real. En el caso de la muerte cerebral nos encontramos ante la fase terminal de un proceso dinámico vital y el inicio de la desintegración del individuo. En el caso del cigoto, por el contrario, se trata de un sujeto vivo con una vitalidad relacional intensísima entre células, tejidos y órganos. Actividad, además, dirigida de forma continuada hasta alcanzar los primeros esbozos de la corteza cerebral. En el caso del cigoto asistimos a un proceso dinámico unitario y unificador de todas las partes que van apareciendo. Es un sujeto humano en desarrollo que ontogénicamente exige una gradual formación de las estructuras cerebrales, sin saltos cualitativos, sino como expresión de las potencialidades inscritas en la estructura genomática del cigoto.
El Warnock Report, por una parte, reconoció esta realidad unitaria del cigoto, pero, al mismo tiempo, por razones convencionales ajenas a la objetividad científica, introdujo el concepto de pre-embrión para atenuar la ansiedad emocional de la opinión pública y dar luz verde a los investigadores para que dispongan de los embriones a su capricho durante los primeros catorce días de su existencia. Pero contra esta arbitrariedad están los hechos crudos de la realidad. Una vez que el cigoto se ha constituido como fruto inmediato de la fecundación, nos hallamos ante un nuevo organismo, diferente de los gametos por separado, pero idéntico en todos los momentos evolutivos de su estado embrional, de niñez y vida adulta hasta la muerte. La continuidad del proceso embriogenético, y posterior a lo largo de toda la vida, es absoluta a menos que deliberada y brutalmente sea interrumpida. Después del momento de la fecundación no existe cambio sustancial alguno. El neoconcebido o cigoto es el mismo organismo individual antes y después de las primeras divisiones celulares hasta que su desarrollo es interceptado por la muerte. Pensar lo contrario sería tan absurdo como decir que el recién nacido es sujeto individual sólo cuando tiene veinte o treinta años de edad. O que el individuo durante la infancia es sustancialmente distinto del individuo que llega a ser en la edad adulta. La trampa saducea del WR está servida y, gracias a ella, el embrión humano se ha convertido en un objeto sobre el cual una inmensa mayoría de científicos lleva a cabo sus investigaciones como si de embriones y fetos de animales se tratara. Al menos durante sus primeros 14 días de existencia. De ahí la necesidad de denunciar sin descanso la diabólica introducción del concepto de pre-embrión introducido en el WR y aceptado de forma rutinaria y demagógica en el discurso sobre el embrión humano.


5. Carácter personal y personalidad de cada cigoto o individuo humano.

Es comprensible que quienes no están acostumbrados a la reflexión filosófica y teológica, como son muchos científicos y expertos en bioética, encuentren dificultad en comprender lo que se quiere decir al hablar de la persona y personalidad del embrión humano. Los más simples piensan que con cambiar las palabras o ponernos de acuerdo en algo se cambia su realidad. Pero las cosas no son tan simples ni tan complicadas como piensan otros. Intentemos ser realistas y, como suele decirse, llamemos a cada cosa por su nombre. El término inmediato de la fecundación o cigoto es un individuo de la especie humana cuando los gametos son de hombre y mujer, lo mismo que cuando son de un carnero y una oveja, de un cerdo y una cerda el cigoto correspondiente es un individuo de la especie animal. Así, en el primer caso se habla de un niño o una niña, y en el segundo, de un cordero/cordera o de un cerdo/cerda. Si alguien no entiende esto tan sencillo difícilmente entenderá lo que sigue a continuación.
Individuo significa que algo es indiviso y distinto de los demás. De ahí que se lo pueda numerar. Hablamos así de un niño, dos niños, tres niños, una, dos tres o cuatro manzanas. Un individuo es una unidad aislada que puede sumarse a otra sin perder su identidad. En este sentido se habla en ganadería de “cabezas de ganado”, en una escuela del número de alumnos por aula y en los hospitales del número de camas disponibles para enfermos. Estos individuos o unidades necesitan ser denominados de una manera global para no confundir churras con merinas lo cual sería muy lamentable. Con tal denominación indicamos la especie a la que esos individuos pertenecen. En efecto, no es lo mismo pertenecer a la especie humana que a la especie vegetal o animal. Por eso hay veterinarios, botánicos y ginecólogos. Así pues, los individuos de la especie humana y sólo ellos, lo mismo en clave masculina que femenina, se denominan personas para evitar su confusión con los vegetales o con los animales.
Ahora bien, para no confundir a unas personas con otras, lo que resultaría muy lamentable, a cada persona se la “bautiza” con un nombre personal: Pedro, Juan, Laura, Raquel. Por el nombre personal identificamos a las personas en todos sus documentos acreditativos desde la partida de nacimiento hasta la de defunción. Esta operación se hace lo antes posible ya que ese nombre personal se convierte en el punto de referencia para identificar a esa persona entre las demás a lo largo de la vida. Así en las partidas de nacimiento, de bautismo y en el carnet de identidad o pasaporte lo primero que debe figurar es el nombre de la persona.
En la cultura semita el nombre estaba por la realidad. Usar mal el nombre de Dios, por ejemplo, equivalía a una injuria personal contra Dios mismo. Los nombres están por las personas y por ello el uso indebido de un nombre personal se toma inmediatamente como una falta de respeto o agresión a las personas nombradas. En cambio, nada suena mejor a nuestros oídos que nuestro nombre personal pronunciado con afecto o admiración. Por lo mismo, las personas que aborrecen a otras evitan lo más posible pronunciar su nombre personal. Ahora bien, esa realidad individual que es engendrada, nace, vive y muere es a lo que denominamos persona. Hechas estas observaciones de “perogrullo” procede ahora precisar los conceptos de persona y personalidad y ver en qué medida son aplicables al cigoto o embrión humano. El asunto es muy grave por estar en juego la vida o la muerte de los embriones humanos y por ello tengo particular interés en que éstos son personas débiles y menesterosas y que como tales han de ser respetados en el contexto de la bioética.
Llamamos persona a todo individuo de la especie humana desde su concepción hasta su muerte. La persona es el yo o sujeto de inhesión que permanece idéntico a sí mismo a lo largo de la vida. La persona es lo que no cambia en nosotros, no es alterable ni está en devenir. Nadie es más o menos persona o más persona que otra. La persona se refiere al substrato ontológico de cada individuo de la naturaleza humana. La personalidad, en cambio, significa el conjunto de cualidades y defectos, innatos o adquiridos que caracterizan a un individuo humano o persona. La personalidad está sujeta a transformaciones constantes mediante la educación y las influencias externas. En este sentido se habla de mejorar la personalidad o de cambio de personalidad. Ésta, en efecto, hace referencia a nuestras cualidades y dotaciones personales y al uso que hacemos de ellas. Se habla así de grandes personalidades en lo bueno y en lo malo. Cuando se dice, por ejemplo, que una persona es muy brillante en su profesión estamos haciendo referencia a sus conocimientos y el uso que hace de los mismos en un determinado orden de la realidad. Por el contrario, ninguna persona en cuanto persona es más brillante, mejor o peor que otra. La persona significa nuestro ser ontológico, que es inmutable. Lo que cambia es nuestra personalidad, o sea, el conjunto de cualidades o defectos que adquirimos en el curso de la vida. En terminología biogenética cabe decir que la persona es el sujeto o genotipo permanente sobre el que tienen lugar los cambios, mientras que la personalidad se refiere al fenotipo físico, psicológico y moral que vamos adquiriendo a lo largo de nuestra vida. A la edad de 70 años, por ejemplo, somos la misma persona diseñada en nuestro genoma en el momento de la singamia pero con distinta personalidad, la cual representa todos los cambios físicos, psicológicos y morales que se han producido a lo largo de la vida en ese sujeto permanente que denominamos persona. En todos nuestros documentos de identidad lo que se pretende asegurar es que, por más que haya cambiado nuestro fenotipo o personalidad el genotipo o persona sigue siendo el mismo.
Así las cosas nadie con buen juicio se extrañará si concluimos diciendo que el cigoto unicelular, dotado de su correspondiente genoma, es una persona en toda regla y que como tal ha de ser tratado y respetado durante su viaje pre-implantatorio y su posterior desarrollo en el seno materno. La denunciada “trampa del WR” con la introducción diabólicamente anticientífica del concepto de pre-embrión debe ser abandonada cuanto antes en nombre de la dignidad de la persona humana. Desde el momento matemático de la singamia surge un individuo nuevo de la especie humana al que denominamos persona, que es el sujeto de inhesión permanente sobre el que tienen lugar todas las mutaciones psico-somáticas que definen los rasgos de nuestra personalidad. En cualquier caso, está claro que tanto el bien como el mal que hagamos a un embrión humano, desde su condición de cigoto unicelular, a un ser humano se lo hacemos. La razón científica que avala esta afirmación es porque en el cigoto está ya presente y activo el genoma humano. No sólo hay un individuo nuevo sino que por las secuencias Alu científicamente sabemos también que es de la especie humana.

6. La dignidad humana del cigoto.

El término dignidad ha sido acuñado para indicar el valor específico y carácter valioso de la persona humana a la que Tomás de Aquino (I,q.23,3) no dudó en definir como algo perfecto en grado máximo que subsiste en la naturaleza racional. Su preciosidad o valía no es de mercado sino que le viene dada por su condición constitutivamente racional. Ahora bien, lo que es así perfecto en grado máximo es digno de que su vida y su integridad sean incondicionalmente respetadas. O lo que es igual, le corresponde y es debido por la excelencia de su naturaleza que el valor radical de su vida sea respetado sin condiciones. En este respeto se demuestra que, efectivamente, se reconoce su dignidad, o sea, su valía suprema y excelencia. Por lo mismo, es un contrasentido decir que se respeta la dignidad de un ser humano destruyendo su vida o poniendo dificultades para que sobreviva y mejore su calidad de vida en la medida en que ello sea posible. La cuestión ahora es si este concepto filosófico-teológico de valía o dignidad es atribuible al cigoto o individuo humano en sus diferentes etapas embrionales.
La respuesta es afirmativa, al menos desde tres puntos de vista. 1) La piedra angular sobre la que se asienta el valor o dignidad del hombre es su principio inmaterial denominado alma. Ahora bien, según los datos más granados de la moderna embriología, el embrión unicelular con su correspondiente genotipo humano (el cigoto) es materia suficientemente dispuesta para recibir el alma racional como forma propia sustancial constitutiva. De donde se deduce que, ontológicamente somos ya personas desde el momento preciso de la concepción, independientemente del funcionamiento ulterior más o menos feliz de los mecanismos dinámicos de ese principio formal anímico. El hecho, por ejemplo, de que estemos dormidos, anestesiados o padezcamos un desarrollo mental insuficiente no significa que dejemos de ser humanos mientras estamos vivos. 2) El cigoto está constituido para realizarse posteriormente en clave masculina o femenina. Este plan bipolar está ya programado en el cigoto y es condición coexistencial a todas las fases del desarrollo, prenatal o posnatal. Incluso si su ciclo vital es interrumpido en el primer estadio. Éstos son datos de la ciencia más avanzada. 3) Ahora bien, esta necesidad intrínseca es la que nos obliga a atribuir igual dignidad o valía al cigoto, al embrión, feto o como se lo quiera llamar, porque en cada estadio es el mismo sujeto humano el que se dinamiza vitalmente según su propio programa genómico en continua interacción con su entorno. La dignidad, excelencia o valía incomparable de ese individuo de la especie humana es intrínseca a la vida del mismo.
En términos científicos se puede afirmar que el cigoto es ya un sujeto humano vitalmente en marcha. Es verdad que las ciencias exactas no tienen capacidad para definir la dignidad, categoría o valor intrínseco de tal sujeto con vistas a determinar los derechos inherentes al mismo. Pero sí ofrecen las bases que permiten a otras ciencias superiores hablar de la dignidad del embrión humano. Desde una perspectiva filosófico-teológica es totalmente correcto decir que la vida que Dios da al hombre es diversa y original por relación a cualquiera otra forma de creatura viviente. La categoría o dignidad humana radica en haber recibido facultades inmateriales, como la razón y la capacidad de discernimiento entre el bien y el mal, la capacidad de buscar y encontrar la verdad, la libertad y la incorruptibilidad. Categoría, grandeza o dignidad humana, por otra parte, que está ligada a su origen divino y a su destino final cual es el conocimiento y amor a Dios. Aquí radica la inviolabilidad y exigencia de amor y veneración de toda persona humana y de su vida.
En términos teológicos, en efecto, la excelencia de la persona humana a partir del momento matemático de la singamia y constitución del genoma en cada cigoto viene dada por su semejanza a Dios. De ahí que la destrucción deliberada o el maltrato de ese nuevo individuo humano, que es cada cigoto, pueda ser analógicamente equiparada a la destrucción o maltrato de un retrato fotográfico de Dios mismo en persona del cual ha recibido su dignidad o excelencia cualitativa. En el caso de no creyentes, la destrucción o maltrato deliberado del cigoto equivale al rechazo de la vida humana como valor troncal sobre el cual tienen que asentarse y encontrar legitimación todos los valores humanos. Por ejemplo, la teoría de los derechos humanos resulta un insulto a la inteligencia y a la vida de los más débiles y necesitados cuando se invoca para justificar la legalización de las prácticas abortivas, la eutanasia o el suicidio asistido. O para promover la memoria histórica como arma política para mantener vivo el odio y el rencor a los presentes recordando las injusticias, verdaderas o falsas, que otros cometieron en el pasado. El respeto a toda vida humana, desde que es concebida hasta su muerte natural o involuntariamente causada, es la piedra de toque para evaluar la calidad o vileza de las personas particulares y de las instituciones públicas o privadas al margen de sus creencias religiosas, opiniones personales o militancias políticas.

NICETO BLÁZQUEZ, O.P.

domingo, 22 de noviembre de 2009

BIOETICA Y BIOJURÍDICA

BIOETICA Y BIOJURÍDICA

La biotanasia es el reverso negativo de la bioética y la biojurídica se refiere a los aspectos legales referentes a la bioética y la biotanasia. Existen muchas definiciones de la bioética pero todas ellas adolecen de algunos defectos graves. Cabe decir que el principal error en que incurren muchas de las definiciones en vigor de la bioética consiste en la identificación operativa de la bioética con la biotecnología y las prácticas veterinarias. Para evitar este gravísimo error proponemos la definición siguiente: Bioética es la ética de la vida humana en cuanto que es tratada con técnicas biomédicas avanzadas en todas sus etapas existenciales respetando su dignidad y promoviendo su calidad.
1. Significado de esta definición.
Ética de la vida humana.
Etimológicamente, bioética significa ética de la vida. Pero en la mayor parte de las definiciones vigentes y en la praxis cotidiana se convierte a la ética en subsidiaria de la bioética. En el mejor de los casos la ética es considerada como un capítulo de la bioética. Razonablemente no es aceptable esta “perversión” epistemológica. Lo razonable y correcto es asumir que la ética es la matriz epistemológica de la bioética y no al revés. Lo contrario nos conduciría a la pretensión de algunos de desvincular la investigación científica con seres humanos y las prácticas biomédicas del control de la razón, de la ley natural y más aún de la reflexión teológica sobre la vida. Muchos, con toda razón, ponen la vida en el centro de atención de la bioética, pero no especifican a qué especie de vida se refieren. En algunos casos es obvio que toman la vida en sentido universal y unívoco, metiendo a la vida humana en el mismo saco que la vegetal y animal. Con lo cual terminan confundiendo la bioética con la botánica y la veterinaria. Otros autores ponen en primer término la vida humana, como objetivo principal del estudio y de las prácticas biomédicas, pero no hacen ascos en añadir otras cuestiones de carácter ecológico y zoológico. Con lo cual terminan confundiendo la bioética con la biotecnología pura y dura. Así las cosas, lo correcto es afirmar que el objeto propio y específico de la bioética es la vida humana en directo y las acciones científicas, farmacológicas y sanitarias relacionadas con ella. De esta manera se despeja la confusión entre bioética y biotecnología, lo que evita la tentación de tratar la vida física del hombre como chatarra de experimentación y especulación económica. La experimentación científica con seres humanos, por ejemplo, no se puede llevar a cabo lo mismo que con las ratas. Ni parece razonable que la procreación humana se lleve a cabo como si la especie bovina y la humana fueran específicamente lo mismo. Para evitar estas lamentables confusiones aclaramos que la especie de vida que constituye el objeto formal de la bioética es la vida humana en directo así como las investigaciones y acciones biomédicas ordenadas a ella. De la vida específica de los animales y de las plantas se deben ocupar la veterinaria y la botánica. Por desgracia, son muchos profesionales de la bioética que tratan la vida humana en sentido unívoco como si entre la especie vegetal, animal y humana no hubiera diferencia sustancial alguna. De ahí la tendencia a aplicar a la vida humana las misma biotecnología que a las plantas y a los animales.
Tratada con técnicas biomédicas avanzadas.
Por ejemplo, las técnicas de ingeniería genética que se están llevando a cabo en el conocimiento y trato del genoma humano o las técnicas de fecundación in vitro y clonación humana. Rigurosamente hablando, el término bioética evoca inmediatamente esas y otras técnicas similares desconocidas en el pasado. Hemos de reconocer que el término bioética se aleja cada vez más de las prácticas de ética vulgar y corriente. Consideramos que las técnicas biomédicas avanzadas, apoyadas a veces por ideologías malsanas, han sido el detonante histórico decisivo de la institución científica y social de la bioética en sentido estricto.
En todas sus etapas existenciales.
Para legitimar legalmente las prácticas abortivas y con el pretexto de promocionar lo más posible la investigación científica, se han elaborado y establecido conceptos y distinciones preocupantes relativos a la naturaleza del embrión humano. Por ejemplo, se habla de fetos viables y no viables, embrión, pre-embrión, antes y después de la anidación del óvulo fecundado, antes y después de los 14 días de la fecundación, enfermedad irreversible, clonación terapéutica y tantas otras expresiones eufemísticas. Nosotros entendemos que ese establecimiento de etapas en la historia de un ser humano, desde que es encendido a la vida mediante la fecundación, es necesario desde el punto de vista cognitivo. El conocimiento humano de la realidad, en efecto, se realiza gradualmente por etapas, distinguiendo, analizando, sintetizando, razonando y deduciendo conclusiones. Pero, desgraciadamente, no es éste el caso cuando muchos bioeticistas hablan de etapas en la historia embrional, o de la vida antes y después de nacer. La realidad es que con esas finuras dialécticas lo único que pretenden es autojustificarse para atentar contra la vida humana ya desde su irrupción inicial en la existencia. Esta actitud la hemos apreciado claramente durante los procesos de legalización del aborto y se fortalece cada día más bajo pretextos de investigación científica con embriones humanos. De ahí la necesidad de que la bioética, ya por definición, no se convierta en un aval de esas prácticas mortíferas en ninguno de los momentos existenciales de un ser humano.
Respetando su dignidad humana y promoviendo su calidad.
Queremos decir que cada vida humana concreta es un valor en sí mismo cuya excelencia respecto de los demás seres a nuestro alcance no puede ser cuestionada por nadie. El hecho mismo de haber sido encendidos a la vida nos hace dignos o merecedores de ser respetados y ayudados para vivir. El fundamento ontológico de la dignidad humana es connatural al hecho mismo de existir. Ninguna persona humana tiene necesidad de justificar su existencia, por más que ésta sea dolorosa o infeliz. Como nadie en particular, ni ninguna institución social, tiene derecho a estipular la vida de los demás. El hecho mismo de existir es un valor en sí mismo, que, como una fecunda semilla, se desarrolla o se deteriora después, pero jamás desaparece mientras está encendida la luz de su vida, aunque sea en un voltaje vital de mínimos. Esto significa que el derecho de cualquier ser humano a seguir existiendo, independientemente de su voltaje vital, viene dado por la existencia misma y no por el reconocimiento de sus semejantes. De ahí que nadie está investido de poder para poner precio o decidir la suerte de la vida de los demás. El no reconocimiento de este principio ético elemental está en la base de todas las violaciones de derechos humanos. No se puede hablar de respeto a la dignidad humana donde se prejuzga o no se acata el simple y elemental hecho de vivir de nuestros semejantes. Por lo mismo, tampoco puede invocarse el parecer de nadie para estipular la calidad básica de vida de una persona. Lo primero de lo que cualquier ser humano es digno es que se le reconozca lo que por naturaleza le es debido y ese valor es su vida misma.
Es obvio que, biológicamente hablando, la calidad de vida de un discapacitado físico profundo es inferior a la de un superman o miss universo. Pero es igualmente cierto que la calidad humana y ética de una persona no se mide con parámetros exclusivamente biológicos o de expresividad. Aplicando ese criterio habría que reconocer más dignidad a un toro sano de raza brava que a muchas personas. Por eso, en la medida de nuestras posibilidades humanas, tenemos que tratar de curar a los enfermos y ayudar a vivir a los más necesitados hasta que la muerte por sí misma se los lleve de este mundo sin ser provocada por nadie. A los enfermos hay que ayudarlos a vivir y no provocar su muerte o ayudarlos a que se maten ellos a sí mismos. La calidad de vida humana que se ha de promover con la bioética implica: 1) Aceptación incondicional de toda vida humana en cualquiera de las etapas de su desarrollo, aunque no corresponda a ciertos cánones de perfección culturalmente predominantes o personalmente deseables. Lo contrario conduce al racismo selectivo. ¬2) Prevención de defectos genéticos con finalidad terapéutica y no zanática, como ocurre cuando se practica el diagnóstico prenatal con intenciones abortistas. 3) Promover el saneamiento hereditario mediante análisis previos de los potenciales padres antes de lanzarse a la aventura de procrear de forma irresponsable. 4) Cuidar con amor a los enfermos, sin discriminarlos por razón de su edad o enfermedad ofreciéndoles todas las posibilidades biomédicas disponibles sin esfuerzos heroicos. 5) Aliviar el dolor y el sufrimiento de las personas sufrientes con la ayuda de calmantes debidamente administrados bajo control reforzados con el apoyo moral y espiritual. La mejor bioética es la del amor 6) No prejuzgar jamás la presunta valía o minusvalía de la vida de nadie.
2. Las grandes cuestiones de la bioética.
En la primera década del siglo XXI cabe halar ya de los ámbitos y problemas fundamentales de la bioética. Existe una Bioética general que se ocupa de los valores y principios éticos de base que han de inspirar las acciones propias de la Bioética. Son aquellos que se formulan o proponen desde los diversos sistemas de ética filosófica y teología moral relativos al comportamiento humano. Luego está la aplicación práctica de esos principios a los casos concretos de la vida bajo el perfil biológico, médico y jurídico. Es lo que se llama Bioética aplicada o especial. Es obvio que la praxis biomédica en el campo de la bioética práctica dependerá del enfoque antropológico adoptado en al bioética general o de los principios. De hecho, los modelos éticos de los que he hablado en otras ocasiones se diferencian unos de otros por su enfoque antropológico del cual depende su forma de entender la vida y sus formas de tratarla.
Por lo que se refiere a los temas concretos más importantes que se estudian y discuten en la bioética cabe destacar los siguientes:
- Área de la Genética humana y de la farmacología: conocimiento del genoma humano, biotecnologías farmacológicas, la terapia génica, clonación de seres humanos, producción de embriones y utilización de células madre o troncales.
- Área del embrión humano: producción artificial de embriones humanos para fines científicos o terapéuticos, diagnóstico prenatal y aborto, intervenciones diversas con embriones humanos como la congelación y crio-conservación con o sin trasplante de los mismos.
- Área de la procreación humana: sexualidad y transexualidad, técnicas de inseminación “in vitro” y asociadas, anticonceptivos, esterilización y prácticas abortivas.
- Área de la vida humana en la fase terminal: dolor y ensañamiento terapéutico, cuidados paliativos y eutanasia, muerte encefálica y trasplantes de órganos. En cada una de estas áreas se producen constantemente novedades importantes. Sobre todo en el área del embrión y genoma humano así como de las técnicas de procreación humana de laboratorio. En cualquier caso el blanco de los estudios más apasionantes es el embrión humano. Muchas veces la cuestión de la vida en bioética está condicionada por la naturaleza y trato reconocidos al embrión humano.
De estas sencillas observaciones se deduce que la bioética tiene que centrarse en el campo de la vida humana sin confundir a los médicos y agentes de la salud humana con los veterinarios y botánicos. En determinados momentos y por diversas razones los hombres podemos legítimamente utilizar y destruir directamente la vida de un animal o de una planta. Por el contrario, no existe razonablemente hablando ningún pretexto válido para que un ser humano en particular o una institución social maltrate o destruya libre y directamente una vida humana en cualquiera de sus etapas existenciales sin incurrir objetivamente en homicidio. De ahí la necesidad de la Bio-jurídica para evitar que la bioética se convierta en un sofisticado “matadero” de seres humanos en nombre del progreso científico.
3. La Biojurídica.
La biojurídica (bioderecho) es un término acuñado con acierto por Mª Dolores VILA-CORO. Se trata de una nueva rama del Derecho cuyo objeto es la preparación y estudio de las nuevas leyes y el seguimiento de las ya vigentes relacionadas con la bioética con el fin de asegurar su debida fundamentación en la dignidad del hombre y el respeto y protección de la vida humana. O dicho de otra forma, la ciencia jurídica que estudia las implicaciones éticas de las leyes positivas relacionadas con la vida humana en todas sus etapas existenciales, desde el momento de la fecundación hasta la muerte.
4. Principios antropológicos de la biojurídica o bioderecho.
Toda formulación jurídica está inspirada en una antropología o forma de entender la naturaleza y conducta de los seres humanos constituidos en sociedad. De la solidez y fundamento racional verdadero o falso de esos principios en los que se inspiran los cuerpos legislativos para crear y hacer aplicar las leyes dependen la calidad de las mismas, su aceptación o rechazo. Los principios antropológicos que considero más razonables y humanos como fuentes de inspiración de la biojurídica son los siguientes.
- Entre la vida de las plantas, de los animales y de los seres humanos hay una diferencia sustancial y no sólo de grado, que ha de ser respetada. Lo cual significa que no todo lo que es razonablemente legítimo en el trato científico de las plantas y de los animales es aplicable a los seres humanos. La vida es una realidad análoga y no unívoca.
- Respeto incondicional a toda vida humana desde el momento de su concepción hasta la muerte natural. En concreto, desde la fusión de los núcleos del espermatozoide y del óvulo e instauración del código genético en el zigoto. A partir de este momento el nuevo individuo resultante con su propio código genético, distinto del de los gametos y de los padres, es un individuo de la especie humana al que denominamos persona para distinguirlo de los individuos de cualquiera otra especie. De ahí que posteriormente se le asigne un nombre personal para distinguirlo de los demás individuos de la especie humana. Al sujeto que comienza a partir del zigoto y que permanece durante el desarrollo existencial lo denominamos persona y a las cualidades o defectos que sobrevienen, personalidad. De lo anterior se deduce que la razón de ser o fin primordial del progreso científico y de la bioética consiste en promocionar y proteger toda vida humana tratando de mejorar su calidad evitando en todo momento el destruirla o distorsionarla. El conocimiento científico debe ordenarse al servicio de la vida y no a la inversa. No todo lo que es técnicamente factible es éticamente bueno. Se ha de evitar la confusión de la eficacia técnica con la bondad humana.
- El fin bueno o buena intención de los investigadores y de los profesionales de la salud no hace buena una acción objetivamente mala en la ejecución de las prácticas biomédicas. La buena intención, por ejemplo, de curar a un enfermo no legitima o hace buena la acción de producir la vida de otro para extraerle las células embrionarias con fines terapéuticos. El fin bueno de curar a uno no hace buena la acción de producir y destruir la vida de otro.
- La distinción entre pre-embrión y embrión no tiene fundamento científico. Esta distinción se adoptó en el Informe Warnock (1984) como estrategia para permitir a los científicos utilizar los fetos humanos antes de su implantación en el útero. La teoría de los catorce días, manejada para permitir la manipulación destructiva de embriones humanos, es científicamente falsa y, por lo mismo, objetivamente inmoral su aplicación.
- La distinción entre clonación reproductiva y reproducción terapéutica es inadmisible por falaz y engañosa ya que sólo tiene en cuenta el aspecto intencional o subjetivo de las acciones humanas prescindiendo del objeto moral y de las circunstancias. La clave del modelo antropológico que propongo es la vida humana concreta de cada persona desde que es concebida hasta su muerte natural. Esta es la piedra angular del modelo sobre la cual se proyecta después una forma de pensar antropológica en base al respeto incondicional debido a cada una de esas vidas que han de recibir trato biomédico.
De acuerdo con la definición de bioética en sentido estricto propuesta más arriba y los elementales principios de inspiración antropológica que termino de señalar, la mayoría de las legislaciones actuales en materia de bioética deberían ser reformadas de acuerdo con los criterios prácticos siguientes.

5. Lo que deben o no deben hacer las leyes relativas a la bioética.

1) La ley debe proteger incondicionalmente toda vida humana desde el momento de su concepción, independientemente de que haya sido engendrada de forma natural o artificial. El respeto absoluto a la nueva vida humana surgida debe ser el paradigma de referencia fundamental del legislador para resolver todos los problemas prácticos que de la existencia de tal o cual vida concreta ¬pudieran resultar. La ley, sin embargo, debería reconocer una diferencia de trato preferencial por la paternidad y maternidad natural y desestimar en circunstancias normales la paternidad artificial. La ley debería oponerse en principio a la fecundación artificial con óvulo o semen de donantes al entrar en juego personas que trafican y especulan anónimamente con la intimidad de las personas implicadas realizando un trabajo comparable al que realiza el veterinario con los animales, sin tener en cuenta los verdaderos derechos humanos y personales del hijo llamado a nacer.
2) La ley podría autorizar la creación de bancos de semen y de óvulos con fines exclusivamente científicos, a condición de que no se produzcan fecundaciones, las cuales sólo deberían permitirse con el material genético de los animales. Igualmente sería aceptable la legalización controlada de trasplante de semen y óvulos con los mismos criterios que se aceptan los trasplantes de órganos en general, y muchas reservas para los trasplantes de gametos humanos en particular. Sin cerrar completamente la puerta a los trasplantes de células fetales al cerebro con intención estrictamente terapéutica, la ley debe salir al paso de los abusos a que estas técnicas se prestan. Todo feto humano, sano, enfermo, abortado, originado de forma natural o artificial, debe ser legalmente tratado con el respeto y la dignidad que corresponde a toda persona humana menesterosa y que necesita de los demás para sobrevivir.
3) La ley puede tolerar y regular la fecundación in vitro homóloga, a condición que no se produzca más de una fecundación en cada intento descartando al mismo tiempo la eventual destrucción de embriones humanos o tráfico con los mismos. Lo mismo cabe decir de la fecundación artificial simple dentro del legítimo matrimonio cuando haya causas proporcionalmente serias. Pero la ley debe igualmente prevenir contra el uso arbitrario de esas técnicas artificiales de reproducción humana exigiendo a los profesionales una competencia suficiente así como el respeto absoluto al fruto de la inseminación artificial. La discriminación de la criatura, nacida o por nacer, por razón del sexo, salud, color o cualquier otra característica no esperada, debería estar severamente penalizada.
4) La ley debería castigar con rigor la llamada maternidad de alquiler, por lo que conlleva de tráfico con seres humanos. Se debería contemplar la regulación legal de aquellas técnicas de laboratorio destinadas a completar un embarazo en grave dificultad, si ello fuere técnicamente posible. Por ejemplo, el trasplante de embrión del seno materno al de otra mujer capaz de completar el embarazo. O bien el tratamiento adecuado del cadáver de la madre para salvar la vida del hijo. Por el contrario, se debería prohibir la ¬llamada prestación del útero por cualquier otra razón sentimental o ¬económica.
5) La ley debe regular las técnicas de elección del sexo, terapia del gen y diagnóstico prenatal. Pero respetando los deseos razonables de los padres y la vida e integridad del feto, sea cual fuere su estado de salud, prevaleciendo el valor de la vida fetal sobre los deseos e intereses de los científicos. En este contexto se impone el proceso de anulación de todas las leyes abortistas existentes, que inducen al diagnóstico prenatal con fines intencionadamente mortíferos y eugenésicos en el sentido peyorativo de la expresión. La ley debería desautorizar las técnicas transexuales por falsas y engañosas.
6) Sobre el uso de embriones humanos, cualquiera que sea la forma de obtenerlos, para fines científicos, la ley debería castigar severamente el trato de los mismos considerándolos como mero material biológico de usar y tirar. La ley debería superar la terminología clásica sobre el embrión humano para justificar el uso arbitrario del mismo por razón de su desarrollo, con el fin de garantizarle el mismo trato respetuoso que es debido a los adultos en estado de debilidad e indefensión. El reconocimiento legal del estatuto del embrión humano como sujeto de derechos personales fundamentales es la clave para crear un sistema de leyes mínimamente aceptable en el bioderecho del futuro. Los derechos fundamentales del embrión humano, que la ley ha de tutelar, son los siguientes: derecho a nacer de un matrimonio normal para desarrollarse en un clima de normalidad; a su reconocimiento como individuo humano; a desarrollar su vida hasta que por ley natural tenga que morir; a la asistencia prenatal; a la indisponibilidad biológica de suerte que no pueda ser utilizado o traficado bajo ningún pretexto; a la tutela jurídica como sujeto de derechos; a la protección materna, social y sanitaria y a morir con dignidad humana. La ley deberá suplir en beneficio del embrión humano todo aquello que esté a su alcance y no pueda hacer por sí mismo.
7) La congelación de embriones humanos sólo debería ser legalmente aceptada por razones estrictamente terapéuticas (por analogía con la anestesia) y dentro del contexto y las circunstancias en que hemos aceptado la tolerancia legal de la fecundación in vitro dentro del legítimo matrimonio, o en circunstancias excepcionales de supervivencia de la especie humana.
8) Por lo que se refiere a la hibridación o cruce humano con animales, es obvio que, si ya es repugnante y poco civilizado proteger la bestialidad y la sodomía naturales, menos razonable será la protección legal de la “sodomía de laboratorio”. Tampoco ha de merecer simpatía alguna legal la producción y clonación de seres humanos, lo mismo si se hace con fines reproductivos como terapéuticos. La buena intención jamás hace buena y legalmente aceptable una acción objetivamente mala como es producir artificialmente embriones humanos para ser destruidos en beneficio de otros. Por lo mismo, la legalización de la denominada clonación terapéutica no cambia la maldad ética objetiva de esa actividad científica. La ley debe salir al paso de la comercialización de las patentes genéticas, de suerte que ninguna persona ni ninguna institución pueda adueñarse del patrimonio genético humano para fines militares, policíacos o financieros ajenos a la legítima finalidad terapéutica.
9) Las leyes públicas no deben prohibir todas las formas de conducta humana éticamente inmorales. El remedio podría resultar peor que la enfermedad. La misión de las leyes públicas consiste en garantizar el bien común de las personas mediante el reconocimiento y la defensa de los derechos fundamentales, la promoción de la paz y de la moralidad pública. A veces, deberá tolerar en aras del orden público lo que no puede prohibir sin ocasionar daños más graves.
Pero la tolerancia tiene límites racionalmente infranqueables que afectan especialmente a la bioética. La ley no podrá tolerar sino perseguir y penalizar que seres humanos, aunque estén en estado embrional, puedan ser tratados como objetos de experimentación, mutilados o destruidos, con el pretexto de que han resultado “superfluos” o de que son incapaces de desarrollarse normalmente. La legislación debería prohibir también los bancos de embriones, la inseminación post mortem y la maternidad sustitutiva. Las leyes deben ser tolerantes en todo aquello en lo que no constituya una agresión directa a la vida humana, la paz, o la libertad. Pero cuando estos valores están directamente en juego la ley no puede permanecer indiferente ni ser débil. Debe ser clara y contundente a favor de los mismos. Lo contrario es razón moral suficiente para el desacato y la desobediencia.
10) Los intereses políticos, raciales, meramente científicos o comerciales son inaceptables como criterio moral para establecer leyes y normas de conducta práctica en el ámbito de la bioética. El referente ético universal debe estar presidido por el respeto absoluto a la vida de los demás y de la excelencia o dignidad de todo ser humano desde su orto hasta su ocaso. Cualquier agresión directa y deliberada a la vida de un ser humano, sobre todo en sus momentos más débiles de la existencia, ha de ser considerado inmoral y susceptible de penalización legal. Por el contrario, todas las acciones encaminadas a la ayuda de la naturaleza humana, sobre todo en los momentos más precarios y débiles de su existencia y sin producir daños intencionados o deliberados contra la vida de nadie, deben ser estimuladas y legalmente protegidas. La primera y última palabra en bioética (abstrayendo de creencias religiosas o militancias políticas o culturales) es la vida especialmente la de los más débiles y desprotegidos cuales son los bebés antes de nacer, los enfermos y los ancianos. La bioética, o es un servicio incondicional a la vida sin destruir la de nadie o se convierte en biotanasia, a saber, en una forma de destruir impunemente la vida de los más débiles e indefensos bajo pretextos científicos, médicos y humanitarios falsos y objetivamente inhumanos.

NICETO BLÁZQUEZ, O.P.

jueves, 19 de noviembre de 2009

ANIVERSARIO DE BODA Y BIOTANASIA

ANIVERSARIO DE BODA Y BIOTANASIA

Crear vida humana o destruirla, esta es la cuestión. De lo primero se ocupa la bioética y de lo segundo la biotanasia. Oigamos el relato de Lesly Tomson.
“El 18 de noviembre es el día de mi aniversario de boda y nunca tuve una felicitación por este día. Han pasado los años y ya ni me duele. Me casé con un hombre bastante mayor que yo. Yo había tenido una vida un poca rara y cuando le conocí pensé en lo felices que podríamos ser, pues yo tenía mi corazón desbordante de cariño para dar. Pero me tuve que ir tragando el sapo poquito a poco porque a él el cariño no le hacía falta o no le interesaba. Nos casamos por lo civil y fue una boda muy triste. Yo no llevé ese vestido blanco en el que toda mujer sueña para el día de su boda. Solo asistieron a la ceremonia mi madre y parte de mis hermanos y a las diez de la mañana se había terminado todo.
Mi ilusión era tener un hijo, cosa que a él no le interesaba en absoluto. Al poco tiempo tuve un aborto. Yo no sabía que estaba embarazada. Fue de muy poco tiempo, pero también muy doloroso. A raíz de esto él me obligaba a tomarme la ¨píldora¨ para que no me quedase embarazada y me la tenía que tomar delante de él. Yo metía la pastilla en la boca pero nunca me la tragaba y me quedé embarazada. El día que el médico me dio la noticia no tuve la suerte de ir corriendo alegre a mi casa para decírselo a mi marido. Al contrario, me fui sola a un lugar en las afueras de la población y allí lloré mi pena por no poder compartir con él mi gran alegría de ser madre.
Pero llegó el momento de decírselo a mi marido y lo primero que me dijo fue que abortara porque él no quería esa criatura; que, como no sabíamos todavía si era niño o niña, lo mejor era que abortara cuanto antes y asunto terminado. Yo le dije que no, que eso no la haría nunca. El estaba muy metido en esto del aborto, pues su madre se dedicaba a practicar abortos en casa y él desde niño había crecido dentro de ese mundo. Me decía que iban muchas mujeres a su casa pero que sólo tuvo complicaciones con una. Las técnicas abortivas en aquellos tiempos eran muy duras. Una de ellas consistía en introducir en la mujer una aguja de hacer jersey hasta donde daban con el feto para matarlo con dicha aguja.
A pesar de todo tuve a mi hijo, pero muy pronto yo empecé a notar que la relación de mi marido conmigo no era para nada lo que yo deseaba y esperaba de él. Una noche llamaron a mi puerta. Era un vecino el cual me comunicó que había llamado a la policía y que acusaba a mi marido de abusos con un hijo suyo de 7 años. Solo quien haya conocido a personas como mi marido puede comprenderme. Yo sufría mucho y me daba contra la pared por no haberme dado cuenta antes de la doble personalidad de mi marido. Hasta entonces ni me había percatado de ello. Le metieron en la cárcel, y yo, para que cuando saliera y volviera a casa no se encontrara con los vecinos, decidí dejar mi trabajo, coger a mi hijo y marcharme a vivir a otra ciudad. Pero al poco de salir de la cárcel volvió a las andadas abusando de una niña de 6 años y alguien más.
Un día llegué a mi casa y no encontré el coche por ninguna parte. Miré en los armarios y constaté que su ropa había también desaparecido. Entonces empecé a llamar a todos los conocidos y nadie sabía nada de él. Al poco tiempo hizo una llamada telefónica a mi madre para decirle dónde estaba pero que no pensaba volver con nosotros ni quería que nosotros fuéramos a donde estaba él. Me quedé sola así con mi hijo después de haber dejado casa y trabajo.
Hoy lo único que tengo es mi hijo. El es el motor de mi vida y doy gracias a Dios por no haber abortado. Por lo tanto, un no rotundo al aborto”. (Lesly Tomson).
La vida humana pasa siempre factura. Al final, quienes la crean y aman tienen la impresión de que, a pesar de las dificultades y errores eventualmente cometidos, su vida valió la pena y fue un éxito. Por el contrario, los que la maltrataron o destruyeron se debaten entre los remordimientos de la conciencia y un implacable sentimiento de fracaso y miedo ante la muerte. En el peor de los casos muchos y muchas pierden por completo el sentido de responsabilidad y tratan de calmar su mala conciencia invocando presuntos derechos falsos y amparándose en leyes presuntamente razonables pero que, de hecho, son objetiva y subjetivamente malvadas.

NICETO BLÁZQUEZ, O.P.

martes, 17 de noviembre de 2009

PALABRAS DE MUJER

PALABRAS DE MUJER

Después de lo dicho hasta aquí me parece oportuno reproducir dos textos recientemente publicados en mi obra La cuesta de la vida (Madrid 2009).

1. Irina Sarkovich.

“Niceto, todo empezó cuando le dije a mi marido que íbamos a tener un hijo, y terminó después de nueve meses de embarazo, durante los cuales mi casa fue para mí un infierno. Cuando le comuniqué a mi marido que seríamos padres por segunda vez, me miró de tal forma que parecía que iba a hacernos desaparecer a mí y al ser que empezaba a formarse en mis entrañas. No me dijo ni una palabra. No hizo falta. Me lo dijo todo con los ojos. Como era de esperar, no tardó en desencadenarse la tormenta. A los dos días de comunicarle la noticia, cuando nos quedamos solos por la noche, comenzó el terrible vendaval. ¿De cuánto tiempo estás? Probablemente de unos dos meses, le contesté. Pues, como aún hay tiempo, arréglatelas como puedas para que “eso” desaparezca. No me casé para ser padre sino para tener mujer y no me quiero cargar de hijos. Ya vino uno y sé lo que es tenerlos. ¡No quiero más! Creo que si nos hemos casado, le repliqué, es lógico tener hijos. Y si Dios nos los envía, nosotros no tenemos derecho a rechazarlos. Los dos somos responsables por igual y se puede muy bien ser hombre y mujer y ser padres al mismo tiempo. Además, ganamos más que suficiente para poder tener dos hijos y educarlos, al menos como nuestros padres nos educaron a nosotros. Estoy dispuesto, replicó, a quedarme sin nada, a abandonar mi empleo si es preciso, a marcharme de casa…pero a ese hijo no le quiero. Bien, puedes hacer lo que te plazca. Si no le quieres te vas. Yo acepto la responsabilidad de los dos y saldremos adelante como Dios nos dé a entender. Pero abortar… eso no lo haré jamás.
Dicen que durante el embarazo la mujer necesita cariño, comprensión y mucha tranquilidad. Pero yo nada he conocido de todo eso. Como mi marido tenía grandes amigos entre los médicos, les preguntó, obsequió, agasajó y hasta aduló cuanto pudo, pero no le hicieron caso. Gracias a Dios, esas personas eran conscientes de sus actos y muy responsables. En vistas de lo cual fue conmigo al tocólogo, al médico de medicina general y a otros con el fin de persuadirles para que hicieran lo que fuese para conseguir eliminar la criatura. Pero en vano. Todos ellos, como los anteriores, se negaron. A la vista de los hechos optó por cambiar de táctica recurriendo a los malos tratos de palabra y de obra. Llegó a decir que el hijo no era suyo. En una ocasión me puso la zancadilla al ir por el pasillo y caí de vientre al suelo. Como quiera que ni con malos tratos ni con la guerra fría conseguía sus propósitos, cambió nuevamente de táctica. Ahora se ocupaba de mí y me mimaba. Hasta tal punto que incluso creí que se había hecho a la idea del niño. Pero no fue así. Todo era falso. Un día me propuso todo decidido la idea de marchar por unos días al extranjero. Según él, allí cualquier médico o farmacéutico nos solucionaría el problema. Como es obvio, me planté una vez más contra tal proposición. ¡No, mi hijo tenía derecho a nacer! Cuando más tarde hubieron de intervenirme quirúrgicamente para practicarme la ablación de un pecho, él vio el cielo abierto pensando que había llegado el momento de que se produjese naturalmente el aborto como consecuencia de la intervención. Pero se frustraron sus sueños, ya que todo transcurrió normalmente y sin consecuencias.
Estando aún con los puntos de la operación y faltando sólo dos meses para que naciera la criatura, mi niño mayor cogió el sarampión y en aquellas condiciones tuve que cuidarle yo sola sin ayuda de nadie. Para colmo de desdichas en el octavo mes del embarazo tropecé en la calle y caí otra vez al suelo de vientre todo lo larga que soy (mido 1,71), sin que, gracias a Dios, que me ayudó tanto, ocurriera nada lamentable. A todo esto debo añadir que me encontraba en esta tragedia terriblemente sola. No tenía a nadie, ni madre ni hermanas que me echaran una mano. Tampoco me pude desahogar con nadie ni pedir consejo ni protección. Nadie absolutamente pudo consolarme. Pero, aunque sola en todo momento, jamás cedí a las persistentes y torturadoras maquinaciones de mi marido para que me hiciera abortar. Creo que sólo Dios puede quitar la vida, sobre todo a una criatura que no ha pedido venir al mundo por sí misma, sino que es fruto del capricho de dos personas que actúan sin contar previamente con él. Si hubiese accedido a lo que mi esposo quería, creo que, además de haber cometido yo un cobarde asesinato contra un ser indefenso, a mi esposo le hubiese odiado por todos los días de mi vida. Por fin di a luz a mi hijo, el cual, a pesar de tantos sinsabores y peligros por mi parte, nació perfecto, sin traumas, precioso, grande y bueno. Su padre no le miró durante tres días. Después, al ver que la criaturita no rechistaba ni de día ni de noche, le miró y dijo: “Bien, si sigues así de bueno, quizá llegué a quererte algún día. Eres guapo y bueno. Ya veremos si con el tiempo te acepto”. ¡Actualmente le adora! Pasé por todo lo más malo de este mundo durante mi embarazo, pero mi hijo nació. Hoy su padre ni se acuerda ya de todo aquello y yo me encuentro con la gran satisfacción de no tener nada de qué reprocharme a este respecto. ¡Por favor, aborto no!”.

2. Laura Zimberger.

“Niceto, quiero hablar del aborto. Lo hago con gusto por la gravedad del problema, aunque no sin gran dificultad porque para ello tengo que hablar de mi vida. Tenía yo dieciséis años cuando me ‘enamoré’. Ahora que ya tengo algunos más comprendo que ‘me ilusioné’. Lo que resultará más sorprendente es que él era mi propio hermano. Por circunstancias familiares que no voy a describir aquí, hacía sólo unos meses que nos habíamos conocido. Confirmada mi preñez, empecé a desear a aquel hijo con toda mi alma y me sentía plenamente feliz sin importarme para nada el futuro. Estaba ciega en aquella ilusión y ello me daba fuerza para luchar por la vida y afrontar los hechos. Pasé los tres primeros meses de mi embarazo sin apenas notarlo, pero pronto empecé a reaccionar y a darme cuenta clara de mi situación. Tenía que buscar una salida. Mi estado de gravidez avanzaba y en casa, dada la situación anómala de mis padres, no podía continuar por más tiempo.
Hablé de todo esto con mi hermano y prometió ayudarme a encontrar una solución. Pero la iniciativa en todo la llevé yo. Él no se atrevió a insinuarme nada. Si algo pensó, no lo sé. A mí personalmente sólo se me ocurrió marchar de casa, a donde fuese, a tener mi hijo y vivir libre de miradas recriminatorias y odiosas. Pero jamás pensé en el aborto como solución. No fue una idea que rechacé, es que ni siquiera me pasó por la imaginación. A veces pienso que si me hubiese parado a pensar: ¿Qué será de mí? ¿Y mis estudios? ¿Y mis amistades, mi fama? Pues quizá, no lo sé, se me hubiese ocurrido abortar. Porque el aborto se me antoja una forma fácil y expeditiva de quitar obstáculos para seguir viviendo de una manera cobarde y ruin. El embarazo molesta para alternar, hacer deporte, estudiar, divertirte y hacer la prostitución con éxito. También a mí me molestó para seguir estudiando, para alternar con mis amistades, hacer montañismo y tantas cosas más. Pero el aborto es algo que no lo entiendo. Yo sólo entendía los latidos de mi hijo en mis entrañas. Ello significó para mí la satisfacción íntima de sentirme mujer y madre, mi propio yo. La palabra aborto me suena a cobardía y a búsqueda de una comodidad fácil a costa de matar un hijo. Comprendo a las personas que caen una y mil veces, pero no a las que caen y abortan. Ni las entiendo ni las compadezco.
Cuando ya estuvo resuelto el problema de mi estancia en una residencia, me enteré de algo terrible: Querían dar a mi hijo a una familia. Me decían que yo era muy joven y que no podría quedarme con el hijo de mi hermano. Yo luchaba en mi interior, lloraba y sufría. Pero al mismo tiempo amaba y odiaba como nunca. Pero aún entonces no me faltaron fuerzas ni la idea de abortar rondó por mi mente. En aquellos momentos eché una mirada a la respetable sociedad y me hallé a mí misma como una víctima. Yo pedía a gritos acogida, cariño, comprensión, respeto, ayuda y la sociedad acomodada, que teme contaminarse de un hijo concebido ilegítimamente por una mujer soltera, no me hacía caso. Lo peor es que esa misma sociedad es en la que unos comen a expensas de otros y en el caso más detestable, el aborto, unos educan y alimentan a sus hijos con el dinero ganado matando a otros niños en el propio seno de sus madres, en el honorable trabajo de matar y ayudar a matar a los hijos inocentes del prójimo. Es una pena que el niño pueda acudir a su colegio de pago, donde le enseñarán a respetar la dignidad humana, con el dinero que quizás su padre ha ganado matando a otros niños en el propio seno de sus madres. Dirán que son exigencias de la vida actual, que es corriente, que por qué no hacerlo si se hace en la mayor parte de los países, que hay al menos casos limites en los que no hay otra solución mejor, aun cuando ésta no sea la ideal. Todas estas consideraciones y otras por el estilo, invocadas para justificar las prácticas abortivas, pienso que son un camelo de pésimo gusto. Tal vez fuera más honesto hablar de cobardía y falta de madurez humana.
En mi caso concreto creo haber superado satisfactoriamente todos esos obstáculos desde mi propia maternidad y del amor incondicionado al hijo que llevaba en mis entrañas. Sólo busqué su bien, no el mío, que me hubiese resultado más fácil. Repito que no tuve que decir no al aborto. Jamás se empañó mi mente con la idea de abortar. Desde mi punto de vista tal idea no me cabía en la cabeza como solución viable. Se aborta, pero con los papeles en regla y el sabio consejo médico a tenor de las leyes democráticamente establecidas. Parece como si en la honorable profesión médica no se reconociese ya diferencia alguna entre ayudar a una madre a dar a luz y matar la criatura. Si la sociedad civilizada ha de ser aquella cuya decencia consista en matar legalmente a los inocentes e indefensos, me parece que se está llegando al limite de la corrupción humana. No me convence en absoluto esta situación favorable a las prácticas abortivas protegidas por la ley. Un hijo es algo más que un objeto de estantería, que, si no interesa, se tira al cubo de la basura. No se puede hacer eso. Es demasiado ruin y bajo. Es una canallada. El amor, según mi experiencia, no admite leyes de control. Se controla solo. En nombre de un verdadero amor de mujer, soltera o casada, esposa o amante, no entiendo cómo se puede llegar a pedir un aborto o ayuda para abortar. Las mujeres luchamos por los legítimos derechos de nuestra condición femenina y la realización plena en la libertad. De acuerdo. Pero yo me pregunto qué clase de mujeres seremos si nos negamos a nosotras mismas la maternidad como fuente de dignidad y de derechos, abortando. Dudo mucho que el abortar pueda ser un derecho y menos aún un signo de verdadera libertad. Más bien me parece que la legislación del aborto nos convierte en muñecos a merced de todos los abusos de nuestra condición femenina por parte de los hombres. Pero se buscan justificaciones para todo, hasta para matar al inocente. Pienso que un hijo engendrado tiene ya su derecho propio a nacer. Él es y la madre no tiene otra alternativa que la de ayudarle a seguir siendo. El cómo importa poco. Además, él no ha pedido ser engendrado. Se predica la libertad sexual y se dice que la juventud es responsable. Pero yo me pregunto de qué somos responsables si abortando rechazamos una de las consecuencias más obvias y naturales de esa libertad.
Por lo que se refiere a las relaciones sexuales incestuosas, pienso que deberíamos ser más realistas y menos hipócritas. Estos casos son más frecuentes de lo que muchos se imaginan y éste ha sido mi caso, uno más de los que en ciertas latitudes es casi normal, dado el estilo de vida que se lleva. No pretendo justificarme. Reconozco la parte negativa, mi debilidad y mi falta. Pero no estoy avergonzada. Soy ahora mejor que antes y me siento orgullosa de haber tenido a mi hijo. Creo que no hay derecho a privar a nadie de su existencia en el seno de su propia madre y que todos hemos venido a este mundo para algo. Esos hijos condenados a muerte antes de nacer también tenían una misión que cumplir. No, el por qué de la concepción de un niño jamás puede ser motivo para matarle. Si fue concebido sin amor, habrá que aceptarle por sí mismo. Pienso que el verdadero amor de una madre no encuentra jamás obstáculos insuperables para respetar la vida de su hijo. Habría que oír también la opinión de los niños sobre la decisión de su madre de abortarlos. La madre puede autojustificarse pero los niños no pueden defenderse. No se oyen sus quejas. Ellos tienen que callar siempre. Molestan, luego fuera con ellos. ¡Cobardes!. El niño cumplirá dócilmente la sentencia de muerte sin decir una sola palabra, pero estoy segura de que en lo más profundo del ser humano, allí donde la abortante habrá de habérselas consigo misma, no podrá haber paz. Allí serán los gritos, porque matar a sangre fría al propio hijo se me antoja el más horrible de los crímenes que puede cometer una mujer. Dirán que abortan legalmente. Al aborto legalizado me refiero, como es obvio, y no al aborto involuntario. Pero, ¿por qué esas leyes criminales? Muchas veces es la mujer misma la que presiona para que se lleve a cabo el aborto ante la pasividad y silencio de los demás. Yo me pregunto cómo una mujer abortista puede besar a los hijos no abortados pensando que, si los hubiera concebido en un mal momento, los hubiese igualmente abortado. Me gustaría saber a qué les suena a esas mujeres la palabra madre en boca de sus hijos, si es que los tienen. La mujer que fue capaz de matar a uno pudo haber matado a todos los demás. Cualquiera que haya sido la circunstancia del embarazo, creo que sólo hay una opción verdadera: la paternidad responsable, que es aquella que carga con todas las consecuencias de una vida ya iniciada. Todo lo demás me suena a egoísmo, puritanismo, hipocresía e inhumanidad.
Referente a los médicos abortistas, poco puedo decir, pero pienso que esa honorable profesión sólo tiene una finalidad: salvar la vida. Sin embargo, parece que muchos profesionales de la medicina demuestran un extraño interés por las prácticas abortivas, lo cual no parece estar de acuerdo con la razón de ser de esa ciencia. Yo no sé qué intereses creados tienen ellos en la legalización de los abortos ni comprendo cómo pueden llegar a sentirse obligados a aceptar las demandas de las abortantes. Tampoco me parece honesto que sus hijos se alimenten con el dinero ganado matando a los hijos del prójimo. Sólo sé decir que a todo eso no hay derecho y que Dios defiende a los inocentes. Matando a sangre fría (legal o clandestinamente, eso importa poco) no comprendo cómo se puede llevar la cabeza alta y pedir justicia en cualquier percance de la vida. Se habla de la dignidad humana, de derecho a la vida, de libertad, y en nombre de todo eso se aborta. No lo entiendo. Desde el momento en que el óvulo femenino es fecundado la mujer ya no es sólo mujer, sino también madre, querámoslo o no. No voy a describir aquí el desarrollo del niño dentro de la madre. No sabría hacerlo convenientemente. Yo sólo sé decir lo que he experimentado en mí misma: El encuentro con mi hijo por el amor dentro de mis entrañas. Las ciencias modernas nos hablan y descubren las más íntimas relaciones biológicas de estos dos seres, que forman una unidad. Pero hay algo mucho más profundo en un rincón de nuestra persona a lo cual sólo hay acceso a través de la maternidad amorosamente aceptada y vivida. Sólo a ese nivel es comprensible el encuentro maravilloso de la madre con el hijo. Allí todo es vida, lo cual está fuera del alcance de la ciencia.
Durante mi embarazo me sentía dueña de algo muy grande que sólo acierto a llamar vida de la que yo no podía disponer sino responsabilizarme. Aquella vida me había sido encomendada. Es formidable sentir con todas las fuerzas los impulsos de otra vida en las propias entrañas como algo propio y distinto a la vez. Yo vivía para mi hijo. Me sentía impulsada por una fuerza vital hasta entonces desconocida. Era la fusión íntima y profunda de esas dos vidas luchando juntas por un mismo ideal: vivir. Era un lazo trenzado con renuncia y lágrimas, pero con mucho amor e ilusión. Era mi vida al servicio de la suya. Sentía a mi hijo como una realidad y una gran esperanza. Pienso ahora en todo aquello y me parece un sueño maravilloso. Hay algo en mí muy grande que me hace volver a la realidad: mi hijo. En muchísimas ocasiones él es la brújula de mi vida. Me da una luz especial que me hace ver las cosas por el único cristal que vale la pena mirarlas: el amor. Quizá nunca como entonces me sentí capaz de retar a los felices (que lo parecen) con mi felicidad (que no lo parecía), hecha de soledad, abandono, pobreza, renuncia, sacrificio y lágrimas, pero con sentido, que era el hijo que iba a nacer. Todo mi ser estaba en función de él. Su bien era el mío. Mi vida se alimentaba en la suya. ¿Cómo podría obrar de otro modo? Para mí él era una vida, una persona, un ser humano, un hijo de Dios y mío por el cual tenía que luchar contra todas las dificultades incluida la mayor de ellas: la de ser también hijo de mi hermano. Sí, mi hermano fue el hombre al que me entregué y le dije: “Dame un hijo tuyo”. Es horrible, ¿verdad? Pues a mí no me lo pareció por la simple razón de que nos entregamos en unas circunstancias especiales. Lo que más quiero dejar claro al descubrir mi intimidad es que no hallé razón ninguna para privar a mi hijo de la vida. ¿Qué importan las circunstancias concretas de mi vida cuando hay otra vida que invade y da sentido a todo? No parto de unos conocimientos amplios sobre el aborto, sino de mi propia experiencia. Pero parece ser que el embarazo incestuoso es uno de los indicados en muchos países para provocar el aborto. Pues bien, éste es mi caso y confieso sinceramente que no comprendo la decisión de abortar.
Cuando yo pensaba en el hijo que llevaba en mis entrañas, sentía de tal modo su presencia, que no me daba lugar a pensar si era hijo de fulano o mengano. Lo único que me preocupaba era cómo sacarle adelante pensando siempre en lo mejor para él. Por eso, lo primero que se me ocurrió fue prepararle la canastilla del ajuar, no la guillotina del aborto. Para ello vendí mis libros de estudiante y compré lo que pude. Lo importante para mí no era su padre, sino su vida, los efectos de mi embarazo, no las causas. Al niño muerto le tiene sin cuidado el por qué le mataron. Por mi parte confieso que no me faltó el coraje de sentirme madre del hijo de mi hermano sin avergonzarme. No sé si las que abortan en circunstancias similares a las mías son mejores que yo. Lo que es indiscutible es que con el recurso al aborto pretenden acallar sus conciencias, con lo cual ponen de manifiesto su mediocridad de espíritu y cobardía. En estas líneas hay algo que es mi propia vida por primera vez puesta al descubierto. Si he destapado tanto, sólo ha sido para poder decir en voz alta que un hijo es siempre algo sagrado para matarlo abortando por el simple hecho de ser fruto de una relación sexual incestuosa. Pienso que abortar es siempre algo degradante para una mujer. Los delitos cometidos contra la vida, como el aborto, son locuras que degradan más a quienes así se comportan que a quienes hemos sufrido la injusticia y la incomprensión. Pienso además que estas personas se hallan radicalmente en conflicto con el Creador”. ¡Sin comentarios!

NICETO BLÁZQUEZ, O.P.

EUTANASIA Y SUICIDIO ASISTIDO

EUTANASIA Y SUICIDIO ASISTIDO

1. Aclaraciones conceptuales sobre la eutanasia.

Etimológicamente el término eutanasia (eu y zánatos) sugiere la idea de una muerte buena en el sentido de que acaece sin sufrimientos atroces. Es lo que en términos coloquiales se llama muerte dulce o tranquila. En la práctica biomédica, sin embargo, la eutanasia se refiere a la inducción directa de la muerte en determinados pacientes por diversas razones, especialmente para que dejen de sufrir o mueran sin dolores físicos o sufrimientos psíquicos. En el lenguaje propagandístico se habla de morir con dignidad. Es una expresión eufemística para encubrir a la eutanasia como inducción directa de la muerte de determinados pacientes. Sólo por el contexto puede saberse si con esa expresión biensonante se pretende poner suavemente la puntilla al paciente o ayudarle a que se muera él mismo de acuerdo con la dignidad que le corresponde como ser humano. Se dice que el primero que utilizó la palabra eutanasia en nuestra cultura occidental, en el sentido de atajar el dolor con la muerte, fue Francis Bacon. En su trabajo Sobre la vida y la muerte, publicado en 1623, decía que la función del médico es devolver la salud y mitigar los sufrimientos y los dolores, no sólo en cuanto que esa mitigación puede conducir a la curación, sino también si puede servir para procurar una muerte tranquila y fácil.
Cualquiera que sea el lenguaje utilizado o la excusa alegada, en la práctica biomédica actual mediante la eutanasia se trata de eliminar radicalmente los últimos sufrimientos, evitar a los subnormales, a los enfermos mentales y a los presuntamente incurables bajo el pretexto de hacer desaparecer una vida humanamente desdichada, que, por otra parte, supondría cargas demasiado pesadas para la familia y para la sociedad. Mediante la eutanasia se precipita la muerte indolora de esas personas, por lo general mediante drogas químicas. Cuando se induce directamente la muerte del paciente la eutanasia se llama activa. La eutanasia agónica tiene lugar cuando se induce la muerte en los enfermos considerados clínicamente desahuciados. Otras veces administran al paciente dosis químicas de doble efecto con el fin de aliviar sus dolores. Ésta es la eutanasia lenitiva. Hay casos de cáncer, por ejemplo, en los que se trata de aliviar los terribles dolores del enfermo con fármacos que, al mismo tiempo, favorecen el desenlace final.
Desde el punto de vista de las víctimas, la eutanasia se dice voluntaria o involuntaria según que sea solicitada o no por las personas concernidas. Cuando las víctimas son recién nacidos deformes o deficientes, enfermos terminales, afectados por lesiones cerebrales irreversibles, o ancianos y personas socialmente tenidas por improductivas o gravosas, se habla de eutanasia perinatal, agónica, psíquica o social. Desde el punto de vista de quienes la practican, se habla de eutanasia activa y pasiva. En el primer caso la muerte de la víctima es provocada o inducida por intervenciones directas. En el segundo, omitiendo aquellas acciones sin las cuales la muerte es segura. Por ejemplo, retirando la medicación normal del enfermo o la alimentación. Cuando se busca que sobrevenga la muerte se habla de eutanasia directa. Cuando lo que se pretende es mitigar en alguna medida el dolor físico o moral, a sabiendas de que el tratamiento puede acortar la vida del paciente, la eutanasia se denomina indirecta.
El término correlativo de eutanasia es distanasia. Etimológicamente significa lo contrario de la eutanasia. Consiste, pues, en retrasar el advenimiento de la muerte todo lo posible. Para ello se aplican todos los medios, proporcionados o desproporcionados, aunque no haya esperanza alguna de curación y aunque eso conlleve infligir al enfermo moribundo unos sufrimientos añadidos e inútiles. Lo que se consigue es que el enfermo tenga que afrontar la muerte pasando sin necesidad por una larga y dolorosa agonía. En este contexto de la distanasia se inscriben las técnicas modernas de prolongación artificial de la vida y que se han ganado el calificativo peyorativo de encarnizamiento o ensañamiento terapéutico. O simplemente obstinación terapéutica. Cuando las personas piadosas ruegan a Dios que les conceda poco mal y buena muerte se refieren a una muerte sin prolongada y torturante agonía, que es lo contrario de la distanasia. La distanasia en sentido amplio se refiere a situaciones dudosas en las que lo más razonable es dejar morir al enfermo naturalmente, renunciando a tratamientos cuyos resultados positivos son tan inciertos como costosos y arriesgados. En sentido más estricto se refiere a la prolongación de la vida del enfermo mediante técnicas modernas de reanimación y prolongación artificial de las constantes biológicas. Determinadas intervenciones quirúrgicas, por ejemplo, con el fin de cortar por lo sano la complicación de una enfermedad, en realidad sólo sirven para acelerar la muerte del enfermo añadiendo un sufrimiento inútil.
El término que significa el modo ideal de morir es ortotanasia. Literalmente significa morir rectamente. O, lo que es igual, dejarle a uno morirse en paz y gracia de Dios, como coloquialmente suele decirse. Lo cual supone el respeto incondicional de su vida, por una parte, y, por otra, el derecho a morir dignamente sin sufrimientos humillantes o envilecedores. La ortotanasia es un término ingenioso introducido por Boskan en 1950. Es sinónimo de buena muerte, en el mejor sentido de la palabra y tiene lugar cuando se ayuda a morir al enfermo sin practicarle la eutanasia ni la distanasia pero prestándole los auxilios clínicos específicos y el amor humano hasta que la naturaleza dice basta sin ser intencionadamente precipitada ni brutalmente retardada. Cuando la eutanasia es aplicada a personas que la solicitan expresamente, o simplemente han otorgado su consentimiento, se habla eufemísticamente de suicidio asistido. Por el contrario, cuando se elimina eutanásicamente al paciente en contra de su voluntad, se habla de cacotanasia. En estrecha relación con la eutanasia está el concepto o noción de muerte clínica. Si este concepto es clave para legitimar o deslegitimar éticamente un trasplante, no lo es menos cuando se trata de administrar un fármaco mortífero a un paciente.
Existe un sofisma generalizado que consiste en identificar, para efectos biomédicos, la muerte clínica con la muerte real. Esta confusión es muy peligrosa, ya que una cosa es la realidad de la muerte y otra el concepto mental o pragmático que nosotros nos formemos de esa realidad. Los médicos y los juristas tienen el vicio crónico de inventar términos y palabras sutiles para salirse siempre con la suya. Para practicar los abortos impunemente, por ejemplo, inventan la terminología que ya conocemos sobre el feto humano y los conceptos jurídicos sibilinos del lenguaje abortista. Ahora nos hablan de muerte clínica para decirnos que ellos pueden decidir sobre nuestras vidas cuando se cumplen las condiciones que ellos mismos establecen. No basta decir que la muerte clínica se caracteriza por la irreversibilidad frente a la muerte ya que desde que somos concebidos estamos ya todos indefectiblemente abocados a la muerte de forma irreversible. El que en la última etapa de ese proceso la sintamos más cerca, y el movimiento hacia ella sea más acelerado sin billete de vuelta, no significa que los que vienen detrás de nosotros tengan derecho a empujarnos hacia el precipicio mortal en el último tramo de la carrera de esta vida. Aceptamos el concepto de muerte clínica como evidencia científica de inactividad cerebral absoluta y cardiaco-circulatoria. Pero no como pretexto para darle al paciente la puntilla precipitando su final. Otra cosa es que humana y caritativamente le acompañemos con lenitivos a nuestro alcance para que su muerte, no la que nosotros pudiéramos propiciarle con la eutanasia, sea lo más digna posible de la condición humana. Por otra parte, el concepto de muerte clínica puede variar y la experiencia demuestra que a veces la muerte clínica o legal no coincide con la muerte real y efectiva.
El planteamiento ético de la eutanasia es muy propio de la cultura judeo-cristiana por el paradigma moral del quinto precepto del Decálogo como abanderado moral de la vida del hombre de acuerdo con el instinto más profundo de la naturaleza. Pero en la civilización griega el Juramento Hipocrático, ya por el año 60 antes de Cristo, representa un testimonio histórico y humanístico de gran calado contra la eutanasia. En este genial documento se encuentra ya explícitamente reconocido el respeto absoluto a la vida del enfermo por parte del médico: «No daré ningún veneno a nadie, aunque me lo pidan, ni tomaré nunca la iniciativa de sugerir tal cosa». Esos venenos hipocráticos equivalen a lo que actualmente llamamos medicinas o drogas suministradas al paciente con motivos eutanásicos, a petición del interesado, o por mera prescripción médica, incluso contra la voluntad del paciente. Este testimonio contra la eutanasia y en favor de la vida, incluso la más precaria y aparentemente inútil, tiene un significado ético añadido por reflejar lo más sano y castizo de la razón humana sin ningún tipo de soporte religioso o teológico. De ahí su valor universal por encima de creencias, culturas o ideas en contrario. Con el humanismo del segundo renacimiento renació también la simpatía por la eutanasia y actualmente amenaza con convertirse en una práctica bioética frecuente regulada por prescripciones legales.

2. El “suicidio asistido”.

Sobre la eutanasia ha ocurrido algo semejante a lo acontecido con el aborto. Hasta muy recientemente el provocar directamente la muerte a los ancianos y enfermos irreversibles o de larga duración de una manera dulce se interpretaba como un acto de inhumanidad y de cobardía humana. Luego aparecieron médicos y enfermeras que empezaron a practicar la eutanasia por su cuenta hasta que eran descubiertos. A la altura del año 2009 las leyes civiles tendían a proteger esas prácticas legalizándolas introduciendo al mismo tiempo la diabólica expresión de “suicidio asistido”. Según un estudio llevado acabo por la Universidad católica de Lovaina, en abril del 2009, la eutanasia era ya un «tratamiento normal» en los hospitales belgas. Según el trabajo realizado por Herman Nys, la eutanasia se aplicaba sin cumplir la ley ya existente lo que había facilitado su equiparación con un «tratamiento normal» o rutinario. La eutanasia se había normalizado hasta el extremo de convertirse en una exigencia de los pacientes. Por otra parte, el hecho de que sean las personas más cercanas las que realizan la petición ha llevado a que se prevean solicitudes de eutanasia también para menores de edad. Apareció así el concepto de “suicidio médicamente asistido».
No es raro encontrar pacientes que, abrumados por el dolor o la incapacidad para valerse por sí mismos, solicitan la muerte. Ante esta demanda, algunos profesionales de la medicina y familiares se sienten como obligados a satisfacer dicha demanda y no dudan en acudir a la eutanasia. Ante los enfermos que imploran que se acabe con su vida cabe reaccionar de dos maneras. Una, atendiendo su solicitud como si se tratara de satisfacer la presunta legitimidad del paciente para decidir sobre su propia vida implicando a los demás en su decisión. Ésta sería una actitud simplista e irresponsable porque ni el paciente tiene derecho a quitarse la vida ni los facultativos a participar con conciencia y libertad en la muerte de sus pacientes. Segunda, planteándonos seriamente cuáles son los verdaderos motivos que llevan al enfermo a formular esa súplica, para responder a ellos de forma humanamente correcta.
La experiencia clínica y asistencial más castiza enseña que sólo la segunda actitud es la éticamente aceptable y que nos obliga a tomar las siguientes medidas de acción: 1) Averiguar el verdadero significado de esa petición. Con frecuencia no es más que una forma patética y hasta cierto punto comprensible de llamar la atención para que se alivie su dolor o se ponga remedio a un insomnio devastador que no permite el más mínimo descanso natural para poder seguir afrontando con serenidad el desafío de la vida. 2) Tratar al enfermo de una forma más humana acompañándole más, evitando su sensación de soledad y abandono. 3) Explicarle al enfermo lo que ocurre con la prudencia que requiera cada caso, sin engañarle, ni crear en él falsas ilusiones. En cualquier caso, está claro que esas personas no desean la muerte como tal, sino que buscan salir de una situación que les resulta insoportable. De hecho, cuando un enfermo, abrumado por el dolor, dice que no quiere vivir más, en realidad lo que quiere decir es no quiero vivir así. O, lo que es igual, quiere vivir, pero sin esos dolores atroces o esa situación de incapacidad que le impide ser dueño de sí mismo y ejercer su autonomía personal sin depender para todo de los demás. Por consiguiente, la verdadera respuesta ética y profesional a esa demanda de eutanasia por parte de algunos enfermos consiste en asumir la evolución natural de la enfermedad hacia la muerte concentrando toda la atención médica y asistencial en la aplicación razonable y proporcionada de los cuidados paliativos. No parece sensato en esos casos extremos ensañarse en la aplicación de técnicas que sólo contribuyen a aumentar el sufrimiento del enfermo. Pero tampoco podemos dispensarnos de ofrecerle todos los recursos disponibles para aliviar su dolor y afirmar su dignidad humana en esos momentos en los que pudiera parecernos que la ha perdido. Con el cariño y las atenciones al enfermo afirmamos su dignidad, que le corresponde por sí mismo como persona humana independientemente del deterioro de su salud.
De lo dicho se infieren tres conclusiones importantes. El grado de desarrollo humano de una sociedad se mide sobre todo por el modo de tratar a sus miembros más débiles y necesitados como son los ancianos y enfermos más graves. Por otra parte, la verdadera medicina busca con ahínco fórmulas eficaces para combatir el sufrimiento y así ayudar a afrontar con dignidad la hora de la muerte. Y, por último, la legalización de la eutanasia, como solución rápida y barata, es el indicador de una sociedad perversa que resuelve el problema del dolor matando al paciente en lugar de ayudarle a vivir dignamente cuando más lo necesita. La medicina, por el contrario, tiene que ser un servicio a la vida desafiando a la eutanasia, que, como el aborto, es siempre una obra de muerte. Sólo de forma intelectualmente perversa o con la cabeza perdida se puede invocar el derecho a impedir que un ser humano ya concebido nazca, o que una vez puesto en la existencia sea condenado a morir contra el curso de la naturaleza mediante la eutanasia. En este contexto de la eutanasia se ha introducido, insisto, la diabólica expresión de “suicidio asistido” sobre la cual cabe hacer las siguientes matizaciones.
Suicidio significa literalmente quitarse uno la vida. ¿Cómo? Hay quienes se suicidaron quemándose a lo “bonzo”, haciéndose el “harakiri”, pegándose un tiro por “orgullo militar” o haciendo explotar en su cuerpo una bomba terrorista. Sin olvidar a los que llevaron su huelga de hambre hasta la muerte. Todos estos insensatos en mayor o menor grado se quitaron la vida de una forma pública y espectacular. No obstante, cuando se habla de suicidio sin más aclaraciones se trata de personas que se quitaron la vida de forma disimulada y clandestina para no ser sorprendidas por nadie en el momento de ejecutar su propia auto-sentencia de muerte. Pues bien, el “suicidio asistido” consiste en facilitar a la persona que desea suicidarse los medios adecuados para que ella misma se produzca la muerte. Por ejemplo poniendo a su disposición los barbitúricos adecuados para que el candidato suicida se los aplique acompañado por quienes le acompañan Una modalidad común de esta práctica es la de darle al paciente una medicina a fin de que éste tome, por sí mismo, una dosis mortal. Los partidarios de la eutanasia, en su estrategia por legalizarla, buscan implantar primero el “suicidio asistido”, aprovechando que esta práctica genera menos rechazo en la opinión pública. Con esta expresión muchas veces se pierde de vista que el daño que alguien puede hacerse a sí mismo —y en particular el atentar contra su propia vida— es algo intrínsecamente malo que debe ser evitado; y también que proteger a las personas de sí mismas cuando, por algún motivo, atentan contra su vida o su salud es una grave obligación. Ya no es cuestión de que la víctima se ahorque sola sin ser vista sino de prepararle la horca y acompañarle de forma que la muerte se produzca de la forma más indolora y socialmente comprensiva posible. De ahí lo de “suicidio asistido”, o sea, con la ayuda material y moral de quienes consideran que cada cual puede hacer de su vida lo que le apetezca sin rendir cuentas a nadie. Como es obvio, en estos casos hay suicidio por parte de las víctimas; y homicidio y eutanasia por parte de todas las personas que “asisten” o de alguna manera colaboran en este tipo de muertes. Aunque todo esto parezca brutal y salvaje en extremo a la luz de la sana razón y del sentido común, hasta aquí se ha llegado y todo parece indicar que las leyes públicas tienden a proteger este tipo biotanasia.

3. Calidad de vida y muerte digna.

La bioética está formalmente comprometida con la vida humana y la promoción de su calidad. Por lo mismo, según a qué se llame calidad de vida, así será el trato que se le haya de dispensar después para su promoción. Desde el punto de vista exclusivamente clínico, la calidad de vida se refiere a las condiciones biofisiológicas y sociales que aseguran una vida humanamente autónoma. Esta autonomía se manifiesta principalmente en la capacidad de independencia respecto de los demás, de conocimiento, de expresividad y de movimiento. Los profesionales clínicos más primarios tienden a valorar la vida humana en función de parámetros meramente biológicos. La inmensa mayoría valora, además y sobre todo, la autoconciencia del paciente.
Como es obvio, esta perspectiva es insuficiente para establecer un criterio objetivo y realista sobre la calidad de una vida humana. Toda vida humana posee una calidad intrínseca que va más allá del mero funcionamiento biológico y de la capacidad de ejercicio de la autoconciencia. Nuestra condición humana no termina en la biología ni se pierde con la inconsciencia. Una persona no vale menos cuando está dormida, por ejemplo, o enferma. Hasta que sobreviene la muerte todo es vida, cuya calidad emana de su mero existir. La calidad o valía de un ser humano es superior al mero funcionamiento biológico y psíquico.
Desde el punto de vista metafísico, la calidad de vida es un atributo inherente al individuo humano equivalente al valor, categoría o dignidad del mismo por el mero hecho de ser humano. Desde este enfoque de la cuestión, la consecuencia inmediata y lógica es que toda vida humana es igual en dignidad a otra vida humana. Por lo mismo, ha de ser igualmente respetada. Respeto que le es debido cualesquiera que sean las anomalías que padezca, las limitaciones funcionales de su autonomía y la marginación social a la que se vea reducida. Esta dimensión metafísica es una exigencia del imperativo racional que trasciende a los meros procesos biológicos y a las circunstancias psico-ambientales más o menos felices o desgraciadas en que se ha de desarrollar la vida de las personas.
Otra cosa es si planteamos la cuestión desde los parámetros de una filosofía materialista o relativista. Quienes así lo hacen, piensan que la vida humana no es digna de ser vivida cuando no es productiva. O que no comporta felicidad para sí o para los demás. Por ejemplo, cuando alguien no puede trabajar en absoluto, no puede alimentarse y cuidarse por sí mismo sino que depende totalmente de la familia o de las instituciones sociales. Es obvio que, si la bioética adopta el concepto de calidad de vida de acuerdo con los parámetros de la filosofía materialista, los más enfermos, los ancianos y desvalidos tienen poco que esperar de la bioética.
Pero está también la perspectiva teológica. La calidad de la vida humana viene dada ahora por el hecho de que el hombre y la mujer son imagen de Dios. La vida es recibida como don divino y tarea a realizar según los planes de Dios. Este don comprende la existencia temporal en todos sus momentos y circunstancias así como el destino eterno para el cual todo individuo humano es encendido a la vida. La consecuencia inmediata de este enfoque es que no estamos autorizados nosotros a decidir sobre nuestras vidas por razón de su calidad. Nuestro deber es servirla sin condiciones. Lo que hacemos con nuestra vida a Dios se lo hacemos. Los juicios y tratos que dispensamos a cualquier vida humana nos remiten inmediata e inexorablemente a Dios. De ahí la osadía de intentar recalificar nuestra vida o la de los demás con criterios distintos de Dios, quien es su verdadero dueño y Señor. En cualquier caso, conviene añadir que en la teología cristiana de la vida no se desestiman los aspectos biológicos ni el enfoque metafísico sobre la calidad de la vida. Al contrario, son incorporados, asumidos y contemplados desde el gran angular de la revelación en Cristo como rostro visible de Dios encarnado en la historia de la humanidad para reconducirla a su destino eterno. Sólo así se comprende hasta cierto punto el valor de toda vida humana, incluso en los momentos de mayor sufrimiento y discapacidad.
Tanto los agentes pastorales como el personal sanitario han de tratar a los enfermos terminales, sojuzgados por su presunta minusvalía humana, de acuerdo con las coordenadas éticas y clínicas derivadas de la vida, muerte y resurrección de Cristo, vencedor del dolor y de la muerte. La eutanasia activa, tal como la hemos definido y en cualquiera de sus versiones, es incompatible con la antropología más castiza y razonable y la teología más creíble. Cualquier actividad pastoral, sanitaria o profesional que propicie la eutanasia contra vidas humanas, consideradas como indignas o inútiles, constituye una perversión del principio de razonabilidad y un acto de enfrentamiento directo con Dios en persona.
Como circunstancias o condiciones para morir con dignidad humana cabe recordar las siguientes:
— Aceptar la muerte con serenidad y esperanza. La muerte es el reverso de la vida y el pensar en ella nos ayuda a ser más sensatos y razonables. Por algo algunos filósofos definieron la filosofía como meditación sobre la muerte.
— No a la obstinación terapéutica. El enfermo terminal, los ancianos severamente desgastados y los que padecen deficiencias psíquicas o físicas profundas no pueden ser considerados como carnaza del tecnicismo clínico y de la experimentación científica.
— Respetar el principio de proporcionalidad en los tratamientos médicos. A veces resulta obvio que ciertos tratamientos sólo añaden más molestias inútiles al enfermo en lugar de ayudarle a afrontar la muerte con serenidad y responsabilidad.
— Nunca suspender la alimentación e hidratación. Incluso la alimentación artificial forma parte de los servicios normales que jamás se pueden negar al paciente. En tiempos pasados desde el momento en que un enfermo no podía comer ni beber normalmente ni siquiera con la ayuda de los demás las esperanzas de sobrevivir podían darse por terminadas. Actualmente una persona puede vivir muchos años mediante la alimentación artificial. Tanto es así que con el paso del tiempo ese tipo de alimentación se está convirtiendo en una rutina.
— Uso graduado de analgésicos. Lo cual significa que la administración de lenitivos debe hacerse de forma que no se suprima la conciencia del paciente de tal forma que no se le deje margen para que asuma sus responsabilidades ante la inminencia de la muerte. Todo depende de la responsabilidad de los médicos que han de tratar al paciente de cerca para controlar la dosis adecuada de lenitivos a fin de que le paciente sufra lo menos posible sin acelerar el proceso final que ya está inevitablemente en marcha.
— Uso proporcionado de la anestesia. En los casos de dolores extremos insoportables, el recurso a la anestesia supone que el paciente haya dado su consentimiento, al menos implícita o interpretativamente, después de haber satisfecho sus deberes morales, familiares y eventualmente religiosos.
— No tener engañado al enfermo. El enfermo tiene derecho a saber la verdad de todo lo relativo a su enfermedad. Cuando él mismo solicita información, hay que facilitársela con toda objetividad y prudencia. Por otra parte, esa información no se ha de hacer de forma rutinaria o brutal, sino con profundo respeto y consideración. Incluso cuando el enfermo renuncia a saber la verdad, el personal sanitario y los agentes pastorales tienen el deber de cumplir con su misión asistencial respetando la voluntad del paciente, pero sin favorecer situaciones falsas y engañosas. Hay cosas que, aunque el paciente no quiera saberlas, hay que decírselas. El cómo hacerlo depende de la habilidad, prudencia y caridad de los familiares, agentes sanitarios y pastorales.
Uno de los abusos más frecuentes en este sentido por parte de los facultativos consiste en diagnosticar presuntuosamente el tiempo de vida que le queda al paciente. Los médicos prudentes comunican a los familiares la gravedad del enfermo pero no hacen cálculos sobre las horas, días o meses que “dan” de vida a sus enfermos. Los médicos más sensatos dicen, por ejemplo, que el paciente está fuera de peligro, que lo encuentran más o menos grave o gravísimo. O simplemente que ellos se sienten ya incapaces de hacer más por su vida. Ni crean expectativas infundadas ni dogmatizan sobre un proceso de muerte que es ya obvio.
— Humanización de los servicios asistenciales. Es frecuente encontrar a profesionales de la medicina y agentes sanitarios que tratan a los enfermos con criterios prioritariamente laborales y empresariales. De ahí que, con frecuencia, se trate de negar la ayuda sanitaria a los enfermos más necesitados o que en términos empresariales no resultan rentables. Es obvio que esta forma de pensar y de actuar es incompatible con el derecho a una muerte realmente digna de la condición humana.
— Acceso libre a los servicios de asistencia espiritual. En este orden de cosas, no contribuyen a morir con dignidad quienes impiden con leyes, reglamentos o actitudes personales que los enfermos tengan acceso libre a los servicios de asistencia religiosa. Los servicios religiosos en los centros hospitalarios deberían estar asegurados para quienes los reclamen como los servicios de cafetería y cualquier otro servicio público asistencial.

NICETO BLÁZQUEZ, O.P.