PALABRAS DE MUJER
Después de lo dicho hasta aquí me parece oportuno reproducir dos textos recientemente publicados en mi obra La cuesta de la vida (Madrid 2009).
1. Irina Sarkovich.
“Niceto, todo empezó cuando le dije a mi marido que íbamos a tener un hijo, y terminó después de nueve meses de embarazo, durante los cuales mi casa fue para mí un infierno. Cuando le comuniqué a mi marido que seríamos padres por segunda vez, me miró de tal forma que parecía que iba a hacernos desaparecer a mí y al ser que empezaba a formarse en mis entrañas. No me dijo ni una palabra. No hizo falta. Me lo dijo todo con los ojos. Como era de esperar, no tardó en desencadenarse la tormenta. A los dos días de comunicarle la noticia, cuando nos quedamos solos por la noche, comenzó el terrible vendaval. ¿De cuánto tiempo estás? Probablemente de unos dos meses, le contesté. Pues, como aún hay tiempo, arréglatelas como puedas para que “eso” desaparezca. No me casé para ser padre sino para tener mujer y no me quiero cargar de hijos. Ya vino uno y sé lo que es tenerlos. ¡No quiero más! Creo que si nos hemos casado, le repliqué, es lógico tener hijos. Y si Dios nos los envía, nosotros no tenemos derecho a rechazarlos. Los dos somos responsables por igual y se puede muy bien ser hombre y mujer y ser padres al mismo tiempo. Además, ganamos más que suficiente para poder tener dos hijos y educarlos, al menos como nuestros padres nos educaron a nosotros. Estoy dispuesto, replicó, a quedarme sin nada, a abandonar mi empleo si es preciso, a marcharme de casa…pero a ese hijo no le quiero. Bien, puedes hacer lo que te plazca. Si no le quieres te vas. Yo acepto la responsabilidad de los dos y saldremos adelante como Dios nos dé a entender. Pero abortar… eso no lo haré jamás.
Dicen que durante el embarazo la mujer necesita cariño, comprensión y mucha tranquilidad. Pero yo nada he conocido de todo eso. Como mi marido tenía grandes amigos entre los médicos, les preguntó, obsequió, agasajó y hasta aduló cuanto pudo, pero no le hicieron caso. Gracias a Dios, esas personas eran conscientes de sus actos y muy responsables. En vistas de lo cual fue conmigo al tocólogo, al médico de medicina general y a otros con el fin de persuadirles para que hicieran lo que fuese para conseguir eliminar la criatura. Pero en vano. Todos ellos, como los anteriores, se negaron. A la vista de los hechos optó por cambiar de táctica recurriendo a los malos tratos de palabra y de obra. Llegó a decir que el hijo no era suyo. En una ocasión me puso la zancadilla al ir por el pasillo y caí de vientre al suelo. Como quiera que ni con malos tratos ni con la guerra fría conseguía sus propósitos, cambió nuevamente de táctica. Ahora se ocupaba de mí y me mimaba. Hasta tal punto que incluso creí que se había hecho a la idea del niño. Pero no fue así. Todo era falso. Un día me propuso todo decidido la idea de marchar por unos días al extranjero. Según él, allí cualquier médico o farmacéutico nos solucionaría el problema. Como es obvio, me planté una vez más contra tal proposición. ¡No, mi hijo tenía derecho a nacer! Cuando más tarde hubieron de intervenirme quirúrgicamente para practicarme la ablación de un pecho, él vio el cielo abierto pensando que había llegado el momento de que se produjese naturalmente el aborto como consecuencia de la intervención. Pero se frustraron sus sueños, ya que todo transcurrió normalmente y sin consecuencias.
Estando aún con los puntos de la operación y faltando sólo dos meses para que naciera la criatura, mi niño mayor cogió el sarampión y en aquellas condiciones tuve que cuidarle yo sola sin ayuda de nadie. Para colmo de desdichas en el octavo mes del embarazo tropecé en la calle y caí otra vez al suelo de vientre todo lo larga que soy (mido 1,71), sin que, gracias a Dios, que me ayudó tanto, ocurriera nada lamentable. A todo esto debo añadir que me encontraba en esta tragedia terriblemente sola. No tenía a nadie, ni madre ni hermanas que me echaran una mano. Tampoco me pude desahogar con nadie ni pedir consejo ni protección. Nadie absolutamente pudo consolarme. Pero, aunque sola en todo momento, jamás cedí a las persistentes y torturadoras maquinaciones de mi marido para que me hiciera abortar. Creo que sólo Dios puede quitar la vida, sobre todo a una criatura que no ha pedido venir al mundo por sí misma, sino que es fruto del capricho de dos personas que actúan sin contar previamente con él. Si hubiese accedido a lo que mi esposo quería, creo que, además de haber cometido yo un cobarde asesinato contra un ser indefenso, a mi esposo le hubiese odiado por todos los días de mi vida. Por fin di a luz a mi hijo, el cual, a pesar de tantos sinsabores y peligros por mi parte, nació perfecto, sin traumas, precioso, grande y bueno. Su padre no le miró durante tres días. Después, al ver que la criaturita no rechistaba ni de día ni de noche, le miró y dijo: “Bien, si sigues así de bueno, quizá llegué a quererte algún día. Eres guapo y bueno. Ya veremos si con el tiempo te acepto”. ¡Actualmente le adora! Pasé por todo lo más malo de este mundo durante mi embarazo, pero mi hijo nació. Hoy su padre ni se acuerda ya de todo aquello y yo me encuentro con la gran satisfacción de no tener nada de qué reprocharme a este respecto. ¡Por favor, aborto no!”.
2. Laura Zimberger.
“Niceto, quiero hablar del aborto. Lo hago con gusto por la gravedad del problema, aunque no sin gran dificultad porque para ello tengo que hablar de mi vida. Tenía yo dieciséis años cuando me ‘enamoré’. Ahora que ya tengo algunos más comprendo que ‘me ilusioné’. Lo que resultará más sorprendente es que él era mi propio hermano. Por circunstancias familiares que no voy a describir aquí, hacía sólo unos meses que nos habíamos conocido. Confirmada mi preñez, empecé a desear a aquel hijo con toda mi alma y me sentía plenamente feliz sin importarme para nada el futuro. Estaba ciega en aquella ilusión y ello me daba fuerza para luchar por la vida y afrontar los hechos. Pasé los tres primeros meses de mi embarazo sin apenas notarlo, pero pronto empecé a reaccionar y a darme cuenta clara de mi situación. Tenía que buscar una salida. Mi estado de gravidez avanzaba y en casa, dada la situación anómala de mis padres, no podía continuar por más tiempo.
Hablé de todo esto con mi hermano y prometió ayudarme a encontrar una solución. Pero la iniciativa en todo la llevé yo. Él no se atrevió a insinuarme nada. Si algo pensó, no lo sé. A mí personalmente sólo se me ocurrió marchar de casa, a donde fuese, a tener mi hijo y vivir libre de miradas recriminatorias y odiosas. Pero jamás pensé en el aborto como solución. No fue una idea que rechacé, es que ni siquiera me pasó por la imaginación. A veces pienso que si me hubiese parado a pensar: ¿Qué será de mí? ¿Y mis estudios? ¿Y mis amistades, mi fama? Pues quizá, no lo sé, se me hubiese ocurrido abortar. Porque el aborto se me antoja una forma fácil y expeditiva de quitar obstáculos para seguir viviendo de una manera cobarde y ruin. El embarazo molesta para alternar, hacer deporte, estudiar, divertirte y hacer la prostitución con éxito. También a mí me molestó para seguir estudiando, para alternar con mis amistades, hacer montañismo y tantas cosas más. Pero el aborto es algo que no lo entiendo. Yo sólo entendía los latidos de mi hijo en mis entrañas. Ello significó para mí la satisfacción íntima de sentirme mujer y madre, mi propio yo. La palabra aborto me suena a cobardía y a búsqueda de una comodidad fácil a costa de matar un hijo. Comprendo a las personas que caen una y mil veces, pero no a las que caen y abortan. Ni las entiendo ni las compadezco.
Cuando ya estuvo resuelto el problema de mi estancia en una residencia, me enteré de algo terrible: Querían dar a mi hijo a una familia. Me decían que yo era muy joven y que no podría quedarme con el hijo de mi hermano. Yo luchaba en mi interior, lloraba y sufría. Pero al mismo tiempo amaba y odiaba como nunca. Pero aún entonces no me faltaron fuerzas ni la idea de abortar rondó por mi mente. En aquellos momentos eché una mirada a la respetable sociedad y me hallé a mí misma como una víctima. Yo pedía a gritos acogida, cariño, comprensión, respeto, ayuda y la sociedad acomodada, que teme contaminarse de un hijo concebido ilegítimamente por una mujer soltera, no me hacía caso. Lo peor es que esa misma sociedad es en la que unos comen a expensas de otros y en el caso más detestable, el aborto, unos educan y alimentan a sus hijos con el dinero ganado matando a otros niños en el propio seno de sus madres, en el honorable trabajo de matar y ayudar a matar a los hijos inocentes del prójimo. Es una pena que el niño pueda acudir a su colegio de pago, donde le enseñarán a respetar la dignidad humana, con el dinero que quizás su padre ha ganado matando a otros niños en el propio seno de sus madres. Dirán que son exigencias de la vida actual, que es corriente, que por qué no hacerlo si se hace en la mayor parte de los países, que hay al menos casos limites en los que no hay otra solución mejor, aun cuando ésta no sea la ideal. Todas estas consideraciones y otras por el estilo, invocadas para justificar las prácticas abortivas, pienso que son un camelo de pésimo gusto. Tal vez fuera más honesto hablar de cobardía y falta de madurez humana.
En mi caso concreto creo haber superado satisfactoriamente todos esos obstáculos desde mi propia maternidad y del amor incondicionado al hijo que llevaba en mis entrañas. Sólo busqué su bien, no el mío, que me hubiese resultado más fácil. Repito que no tuve que decir no al aborto. Jamás se empañó mi mente con la idea de abortar. Desde mi punto de vista tal idea no me cabía en la cabeza como solución viable. Se aborta, pero con los papeles en regla y el sabio consejo médico a tenor de las leyes democráticamente establecidas. Parece como si en la honorable profesión médica no se reconociese ya diferencia alguna entre ayudar a una madre a dar a luz y matar la criatura. Si la sociedad civilizada ha de ser aquella cuya decencia consista en matar legalmente a los inocentes e indefensos, me parece que se está llegando al limite de la corrupción humana. No me convence en absoluto esta situación favorable a las prácticas abortivas protegidas por la ley. Un hijo es algo más que un objeto de estantería, que, si no interesa, se tira al cubo de la basura. No se puede hacer eso. Es demasiado ruin y bajo. Es una canallada. El amor, según mi experiencia, no admite leyes de control. Se controla solo. En nombre de un verdadero amor de mujer, soltera o casada, esposa o amante, no entiendo cómo se puede llegar a pedir un aborto o ayuda para abortar. Las mujeres luchamos por los legítimos derechos de nuestra condición femenina y la realización plena en la libertad. De acuerdo. Pero yo me pregunto qué clase de mujeres seremos si nos negamos a nosotras mismas la maternidad como fuente de dignidad y de derechos, abortando. Dudo mucho que el abortar pueda ser un derecho y menos aún un signo de verdadera libertad. Más bien me parece que la legislación del aborto nos convierte en muñecos a merced de todos los abusos de nuestra condición femenina por parte de los hombres. Pero se buscan justificaciones para todo, hasta para matar al inocente. Pienso que un hijo engendrado tiene ya su derecho propio a nacer. Él es y la madre no tiene otra alternativa que la de ayudarle a seguir siendo. El cómo importa poco. Además, él no ha pedido ser engendrado. Se predica la libertad sexual y se dice que la juventud es responsable. Pero yo me pregunto de qué somos responsables si abortando rechazamos una de las consecuencias más obvias y naturales de esa libertad.
Por lo que se refiere a las relaciones sexuales incestuosas, pienso que deberíamos ser más realistas y menos hipócritas. Estos casos son más frecuentes de lo que muchos se imaginan y éste ha sido mi caso, uno más de los que en ciertas latitudes es casi normal, dado el estilo de vida que se lleva. No pretendo justificarme. Reconozco la parte negativa, mi debilidad y mi falta. Pero no estoy avergonzada. Soy ahora mejor que antes y me siento orgullosa de haber tenido a mi hijo. Creo que no hay derecho a privar a nadie de su existencia en el seno de su propia madre y que todos hemos venido a este mundo para algo. Esos hijos condenados a muerte antes de nacer también tenían una misión que cumplir. No, el por qué de la concepción de un niño jamás puede ser motivo para matarle. Si fue concebido sin amor, habrá que aceptarle por sí mismo. Pienso que el verdadero amor de una madre no encuentra jamás obstáculos insuperables para respetar la vida de su hijo. Habría que oír también la opinión de los niños sobre la decisión de su madre de abortarlos. La madre puede autojustificarse pero los niños no pueden defenderse. No se oyen sus quejas. Ellos tienen que callar siempre. Molestan, luego fuera con ellos. ¡Cobardes!. El niño cumplirá dócilmente la sentencia de muerte sin decir una sola palabra, pero estoy segura de que en lo más profundo del ser humano, allí donde la abortante habrá de habérselas consigo misma, no podrá haber paz. Allí serán los gritos, porque matar a sangre fría al propio hijo se me antoja el más horrible de los crímenes que puede cometer una mujer. Dirán que abortan legalmente. Al aborto legalizado me refiero, como es obvio, y no al aborto involuntario. Pero, ¿por qué esas leyes criminales? Muchas veces es la mujer misma la que presiona para que se lleve a cabo el aborto ante la pasividad y silencio de los demás. Yo me pregunto cómo una mujer abortista puede besar a los hijos no abortados pensando que, si los hubiera concebido en un mal momento, los hubiese igualmente abortado. Me gustaría saber a qué les suena a esas mujeres la palabra madre en boca de sus hijos, si es que los tienen. La mujer que fue capaz de matar a uno pudo haber matado a todos los demás. Cualquiera que haya sido la circunstancia del embarazo, creo que sólo hay una opción verdadera: la paternidad responsable, que es aquella que carga con todas las consecuencias de una vida ya iniciada. Todo lo demás me suena a egoísmo, puritanismo, hipocresía e inhumanidad.
Referente a los médicos abortistas, poco puedo decir, pero pienso que esa honorable profesión sólo tiene una finalidad: salvar la vida. Sin embargo, parece que muchos profesionales de la medicina demuestran un extraño interés por las prácticas abortivas, lo cual no parece estar de acuerdo con la razón de ser de esa ciencia. Yo no sé qué intereses creados tienen ellos en la legalización de los abortos ni comprendo cómo pueden llegar a sentirse obligados a aceptar las demandas de las abortantes. Tampoco me parece honesto que sus hijos se alimenten con el dinero ganado matando a los hijos del prójimo. Sólo sé decir que a todo eso no hay derecho y que Dios defiende a los inocentes. Matando a sangre fría (legal o clandestinamente, eso importa poco) no comprendo cómo se puede llevar la cabeza alta y pedir justicia en cualquier percance de la vida. Se habla de la dignidad humana, de derecho a la vida, de libertad, y en nombre de todo eso se aborta. No lo entiendo. Desde el momento en que el óvulo femenino es fecundado la mujer ya no es sólo mujer, sino también madre, querámoslo o no. No voy a describir aquí el desarrollo del niño dentro de la madre. No sabría hacerlo convenientemente. Yo sólo sé decir lo que he experimentado en mí misma: El encuentro con mi hijo por el amor dentro de mis entrañas. Las ciencias modernas nos hablan y descubren las más íntimas relaciones biológicas de estos dos seres, que forman una unidad. Pero hay algo mucho más profundo en un rincón de nuestra persona a lo cual sólo hay acceso a través de la maternidad amorosamente aceptada y vivida. Sólo a ese nivel es comprensible el encuentro maravilloso de la madre con el hijo. Allí todo es vida, lo cual está fuera del alcance de la ciencia.
Durante mi embarazo me sentía dueña de algo muy grande que sólo acierto a llamar vida de la que yo no podía disponer sino responsabilizarme. Aquella vida me había sido encomendada. Es formidable sentir con todas las fuerzas los impulsos de otra vida en las propias entrañas como algo propio y distinto a la vez. Yo vivía para mi hijo. Me sentía impulsada por una fuerza vital hasta entonces desconocida. Era la fusión íntima y profunda de esas dos vidas luchando juntas por un mismo ideal: vivir. Era un lazo trenzado con renuncia y lágrimas, pero con mucho amor e ilusión. Era mi vida al servicio de la suya. Sentía a mi hijo como una realidad y una gran esperanza. Pienso ahora en todo aquello y me parece un sueño maravilloso. Hay algo en mí muy grande que me hace volver a la realidad: mi hijo. En muchísimas ocasiones él es la brújula de mi vida. Me da una luz especial que me hace ver las cosas por el único cristal que vale la pena mirarlas: el amor. Quizá nunca como entonces me sentí capaz de retar a los felices (que lo parecen) con mi felicidad (que no lo parecía), hecha de soledad, abandono, pobreza, renuncia, sacrificio y lágrimas, pero con sentido, que era el hijo que iba a nacer. Todo mi ser estaba en función de él. Su bien era el mío. Mi vida se alimentaba en la suya. ¿Cómo podría obrar de otro modo? Para mí él era una vida, una persona, un ser humano, un hijo de Dios y mío por el cual tenía que luchar contra todas las dificultades incluida la mayor de ellas: la de ser también hijo de mi hermano. Sí, mi hermano fue el hombre al que me entregué y le dije: “Dame un hijo tuyo”. Es horrible, ¿verdad? Pues a mí no me lo pareció por la simple razón de que nos entregamos en unas circunstancias especiales. Lo que más quiero dejar claro al descubrir mi intimidad es que no hallé razón ninguna para privar a mi hijo de la vida. ¿Qué importan las circunstancias concretas de mi vida cuando hay otra vida que invade y da sentido a todo? No parto de unos conocimientos amplios sobre el aborto, sino de mi propia experiencia. Pero parece ser que el embarazo incestuoso es uno de los indicados en muchos países para provocar el aborto. Pues bien, éste es mi caso y confieso sinceramente que no comprendo la decisión de abortar.
Cuando yo pensaba en el hijo que llevaba en mis entrañas, sentía de tal modo su presencia, que no me daba lugar a pensar si era hijo de fulano o mengano. Lo único que me preocupaba era cómo sacarle adelante pensando siempre en lo mejor para él. Por eso, lo primero que se me ocurrió fue prepararle la canastilla del ajuar, no la guillotina del aborto. Para ello vendí mis libros de estudiante y compré lo que pude. Lo importante para mí no era su padre, sino su vida, los efectos de mi embarazo, no las causas. Al niño muerto le tiene sin cuidado el por qué le mataron. Por mi parte confieso que no me faltó el coraje de sentirme madre del hijo de mi hermano sin avergonzarme. No sé si las que abortan en circunstancias similares a las mías son mejores que yo. Lo que es indiscutible es que con el recurso al aborto pretenden acallar sus conciencias, con lo cual ponen de manifiesto su mediocridad de espíritu y cobardía. En estas líneas hay algo que es mi propia vida por primera vez puesta al descubierto. Si he destapado tanto, sólo ha sido para poder decir en voz alta que un hijo es siempre algo sagrado para matarlo abortando por el simple hecho de ser fruto de una relación sexual incestuosa. Pienso que abortar es siempre algo degradante para una mujer. Los delitos cometidos contra la vida, como el aborto, son locuras que degradan más a quienes así se comportan que a quienes hemos sufrido la injusticia y la incomprensión. Pienso además que estas personas se hallan radicalmente en conflicto con el Creador”. ¡Sin comentarios!
NICETO BLÁZQUEZ, O.P.
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