martes, 17 de noviembre de 2009

EUTANASIA Y SUICIDIO ASISTIDO

EUTANASIA Y SUICIDIO ASISTIDO

1. Aclaraciones conceptuales sobre la eutanasia.

Etimológicamente el término eutanasia (eu y zánatos) sugiere la idea de una muerte buena en el sentido de que acaece sin sufrimientos atroces. Es lo que en términos coloquiales se llama muerte dulce o tranquila. En la práctica biomédica, sin embargo, la eutanasia se refiere a la inducción directa de la muerte en determinados pacientes por diversas razones, especialmente para que dejen de sufrir o mueran sin dolores físicos o sufrimientos psíquicos. En el lenguaje propagandístico se habla de morir con dignidad. Es una expresión eufemística para encubrir a la eutanasia como inducción directa de la muerte de determinados pacientes. Sólo por el contexto puede saberse si con esa expresión biensonante se pretende poner suavemente la puntilla al paciente o ayudarle a que se muera él mismo de acuerdo con la dignidad que le corresponde como ser humano. Se dice que el primero que utilizó la palabra eutanasia en nuestra cultura occidental, en el sentido de atajar el dolor con la muerte, fue Francis Bacon. En su trabajo Sobre la vida y la muerte, publicado en 1623, decía que la función del médico es devolver la salud y mitigar los sufrimientos y los dolores, no sólo en cuanto que esa mitigación puede conducir a la curación, sino también si puede servir para procurar una muerte tranquila y fácil.
Cualquiera que sea el lenguaje utilizado o la excusa alegada, en la práctica biomédica actual mediante la eutanasia se trata de eliminar radicalmente los últimos sufrimientos, evitar a los subnormales, a los enfermos mentales y a los presuntamente incurables bajo el pretexto de hacer desaparecer una vida humanamente desdichada, que, por otra parte, supondría cargas demasiado pesadas para la familia y para la sociedad. Mediante la eutanasia se precipita la muerte indolora de esas personas, por lo general mediante drogas químicas. Cuando se induce directamente la muerte del paciente la eutanasia se llama activa. La eutanasia agónica tiene lugar cuando se induce la muerte en los enfermos considerados clínicamente desahuciados. Otras veces administran al paciente dosis químicas de doble efecto con el fin de aliviar sus dolores. Ésta es la eutanasia lenitiva. Hay casos de cáncer, por ejemplo, en los que se trata de aliviar los terribles dolores del enfermo con fármacos que, al mismo tiempo, favorecen el desenlace final.
Desde el punto de vista de las víctimas, la eutanasia se dice voluntaria o involuntaria según que sea solicitada o no por las personas concernidas. Cuando las víctimas son recién nacidos deformes o deficientes, enfermos terminales, afectados por lesiones cerebrales irreversibles, o ancianos y personas socialmente tenidas por improductivas o gravosas, se habla de eutanasia perinatal, agónica, psíquica o social. Desde el punto de vista de quienes la practican, se habla de eutanasia activa y pasiva. En el primer caso la muerte de la víctima es provocada o inducida por intervenciones directas. En el segundo, omitiendo aquellas acciones sin las cuales la muerte es segura. Por ejemplo, retirando la medicación normal del enfermo o la alimentación. Cuando se busca que sobrevenga la muerte se habla de eutanasia directa. Cuando lo que se pretende es mitigar en alguna medida el dolor físico o moral, a sabiendas de que el tratamiento puede acortar la vida del paciente, la eutanasia se denomina indirecta.
El término correlativo de eutanasia es distanasia. Etimológicamente significa lo contrario de la eutanasia. Consiste, pues, en retrasar el advenimiento de la muerte todo lo posible. Para ello se aplican todos los medios, proporcionados o desproporcionados, aunque no haya esperanza alguna de curación y aunque eso conlleve infligir al enfermo moribundo unos sufrimientos añadidos e inútiles. Lo que se consigue es que el enfermo tenga que afrontar la muerte pasando sin necesidad por una larga y dolorosa agonía. En este contexto de la distanasia se inscriben las técnicas modernas de prolongación artificial de la vida y que se han ganado el calificativo peyorativo de encarnizamiento o ensañamiento terapéutico. O simplemente obstinación terapéutica. Cuando las personas piadosas ruegan a Dios que les conceda poco mal y buena muerte se refieren a una muerte sin prolongada y torturante agonía, que es lo contrario de la distanasia. La distanasia en sentido amplio se refiere a situaciones dudosas en las que lo más razonable es dejar morir al enfermo naturalmente, renunciando a tratamientos cuyos resultados positivos son tan inciertos como costosos y arriesgados. En sentido más estricto se refiere a la prolongación de la vida del enfermo mediante técnicas modernas de reanimación y prolongación artificial de las constantes biológicas. Determinadas intervenciones quirúrgicas, por ejemplo, con el fin de cortar por lo sano la complicación de una enfermedad, en realidad sólo sirven para acelerar la muerte del enfermo añadiendo un sufrimiento inútil.
El término que significa el modo ideal de morir es ortotanasia. Literalmente significa morir rectamente. O, lo que es igual, dejarle a uno morirse en paz y gracia de Dios, como coloquialmente suele decirse. Lo cual supone el respeto incondicional de su vida, por una parte, y, por otra, el derecho a morir dignamente sin sufrimientos humillantes o envilecedores. La ortotanasia es un término ingenioso introducido por Boskan en 1950. Es sinónimo de buena muerte, en el mejor sentido de la palabra y tiene lugar cuando se ayuda a morir al enfermo sin practicarle la eutanasia ni la distanasia pero prestándole los auxilios clínicos específicos y el amor humano hasta que la naturaleza dice basta sin ser intencionadamente precipitada ni brutalmente retardada. Cuando la eutanasia es aplicada a personas que la solicitan expresamente, o simplemente han otorgado su consentimiento, se habla eufemísticamente de suicidio asistido. Por el contrario, cuando se elimina eutanásicamente al paciente en contra de su voluntad, se habla de cacotanasia. En estrecha relación con la eutanasia está el concepto o noción de muerte clínica. Si este concepto es clave para legitimar o deslegitimar éticamente un trasplante, no lo es menos cuando se trata de administrar un fármaco mortífero a un paciente.
Existe un sofisma generalizado que consiste en identificar, para efectos biomédicos, la muerte clínica con la muerte real. Esta confusión es muy peligrosa, ya que una cosa es la realidad de la muerte y otra el concepto mental o pragmático que nosotros nos formemos de esa realidad. Los médicos y los juristas tienen el vicio crónico de inventar términos y palabras sutiles para salirse siempre con la suya. Para practicar los abortos impunemente, por ejemplo, inventan la terminología que ya conocemos sobre el feto humano y los conceptos jurídicos sibilinos del lenguaje abortista. Ahora nos hablan de muerte clínica para decirnos que ellos pueden decidir sobre nuestras vidas cuando se cumplen las condiciones que ellos mismos establecen. No basta decir que la muerte clínica se caracteriza por la irreversibilidad frente a la muerte ya que desde que somos concebidos estamos ya todos indefectiblemente abocados a la muerte de forma irreversible. El que en la última etapa de ese proceso la sintamos más cerca, y el movimiento hacia ella sea más acelerado sin billete de vuelta, no significa que los que vienen detrás de nosotros tengan derecho a empujarnos hacia el precipicio mortal en el último tramo de la carrera de esta vida. Aceptamos el concepto de muerte clínica como evidencia científica de inactividad cerebral absoluta y cardiaco-circulatoria. Pero no como pretexto para darle al paciente la puntilla precipitando su final. Otra cosa es que humana y caritativamente le acompañemos con lenitivos a nuestro alcance para que su muerte, no la que nosotros pudiéramos propiciarle con la eutanasia, sea lo más digna posible de la condición humana. Por otra parte, el concepto de muerte clínica puede variar y la experiencia demuestra que a veces la muerte clínica o legal no coincide con la muerte real y efectiva.
El planteamiento ético de la eutanasia es muy propio de la cultura judeo-cristiana por el paradigma moral del quinto precepto del Decálogo como abanderado moral de la vida del hombre de acuerdo con el instinto más profundo de la naturaleza. Pero en la civilización griega el Juramento Hipocrático, ya por el año 60 antes de Cristo, representa un testimonio histórico y humanístico de gran calado contra la eutanasia. En este genial documento se encuentra ya explícitamente reconocido el respeto absoluto a la vida del enfermo por parte del médico: «No daré ningún veneno a nadie, aunque me lo pidan, ni tomaré nunca la iniciativa de sugerir tal cosa». Esos venenos hipocráticos equivalen a lo que actualmente llamamos medicinas o drogas suministradas al paciente con motivos eutanásicos, a petición del interesado, o por mera prescripción médica, incluso contra la voluntad del paciente. Este testimonio contra la eutanasia y en favor de la vida, incluso la más precaria y aparentemente inútil, tiene un significado ético añadido por reflejar lo más sano y castizo de la razón humana sin ningún tipo de soporte religioso o teológico. De ahí su valor universal por encima de creencias, culturas o ideas en contrario. Con el humanismo del segundo renacimiento renació también la simpatía por la eutanasia y actualmente amenaza con convertirse en una práctica bioética frecuente regulada por prescripciones legales.

2. El “suicidio asistido”.

Sobre la eutanasia ha ocurrido algo semejante a lo acontecido con el aborto. Hasta muy recientemente el provocar directamente la muerte a los ancianos y enfermos irreversibles o de larga duración de una manera dulce se interpretaba como un acto de inhumanidad y de cobardía humana. Luego aparecieron médicos y enfermeras que empezaron a practicar la eutanasia por su cuenta hasta que eran descubiertos. A la altura del año 2009 las leyes civiles tendían a proteger esas prácticas legalizándolas introduciendo al mismo tiempo la diabólica expresión de “suicidio asistido”. Según un estudio llevado acabo por la Universidad católica de Lovaina, en abril del 2009, la eutanasia era ya un «tratamiento normal» en los hospitales belgas. Según el trabajo realizado por Herman Nys, la eutanasia se aplicaba sin cumplir la ley ya existente lo que había facilitado su equiparación con un «tratamiento normal» o rutinario. La eutanasia se había normalizado hasta el extremo de convertirse en una exigencia de los pacientes. Por otra parte, el hecho de que sean las personas más cercanas las que realizan la petición ha llevado a que se prevean solicitudes de eutanasia también para menores de edad. Apareció así el concepto de “suicidio médicamente asistido».
No es raro encontrar pacientes que, abrumados por el dolor o la incapacidad para valerse por sí mismos, solicitan la muerte. Ante esta demanda, algunos profesionales de la medicina y familiares se sienten como obligados a satisfacer dicha demanda y no dudan en acudir a la eutanasia. Ante los enfermos que imploran que se acabe con su vida cabe reaccionar de dos maneras. Una, atendiendo su solicitud como si se tratara de satisfacer la presunta legitimidad del paciente para decidir sobre su propia vida implicando a los demás en su decisión. Ésta sería una actitud simplista e irresponsable porque ni el paciente tiene derecho a quitarse la vida ni los facultativos a participar con conciencia y libertad en la muerte de sus pacientes. Segunda, planteándonos seriamente cuáles son los verdaderos motivos que llevan al enfermo a formular esa súplica, para responder a ellos de forma humanamente correcta.
La experiencia clínica y asistencial más castiza enseña que sólo la segunda actitud es la éticamente aceptable y que nos obliga a tomar las siguientes medidas de acción: 1) Averiguar el verdadero significado de esa petición. Con frecuencia no es más que una forma patética y hasta cierto punto comprensible de llamar la atención para que se alivie su dolor o se ponga remedio a un insomnio devastador que no permite el más mínimo descanso natural para poder seguir afrontando con serenidad el desafío de la vida. 2) Tratar al enfermo de una forma más humana acompañándole más, evitando su sensación de soledad y abandono. 3) Explicarle al enfermo lo que ocurre con la prudencia que requiera cada caso, sin engañarle, ni crear en él falsas ilusiones. En cualquier caso, está claro que esas personas no desean la muerte como tal, sino que buscan salir de una situación que les resulta insoportable. De hecho, cuando un enfermo, abrumado por el dolor, dice que no quiere vivir más, en realidad lo que quiere decir es no quiero vivir así. O, lo que es igual, quiere vivir, pero sin esos dolores atroces o esa situación de incapacidad que le impide ser dueño de sí mismo y ejercer su autonomía personal sin depender para todo de los demás. Por consiguiente, la verdadera respuesta ética y profesional a esa demanda de eutanasia por parte de algunos enfermos consiste en asumir la evolución natural de la enfermedad hacia la muerte concentrando toda la atención médica y asistencial en la aplicación razonable y proporcionada de los cuidados paliativos. No parece sensato en esos casos extremos ensañarse en la aplicación de técnicas que sólo contribuyen a aumentar el sufrimiento del enfermo. Pero tampoco podemos dispensarnos de ofrecerle todos los recursos disponibles para aliviar su dolor y afirmar su dignidad humana en esos momentos en los que pudiera parecernos que la ha perdido. Con el cariño y las atenciones al enfermo afirmamos su dignidad, que le corresponde por sí mismo como persona humana independientemente del deterioro de su salud.
De lo dicho se infieren tres conclusiones importantes. El grado de desarrollo humano de una sociedad se mide sobre todo por el modo de tratar a sus miembros más débiles y necesitados como son los ancianos y enfermos más graves. Por otra parte, la verdadera medicina busca con ahínco fórmulas eficaces para combatir el sufrimiento y así ayudar a afrontar con dignidad la hora de la muerte. Y, por último, la legalización de la eutanasia, como solución rápida y barata, es el indicador de una sociedad perversa que resuelve el problema del dolor matando al paciente en lugar de ayudarle a vivir dignamente cuando más lo necesita. La medicina, por el contrario, tiene que ser un servicio a la vida desafiando a la eutanasia, que, como el aborto, es siempre una obra de muerte. Sólo de forma intelectualmente perversa o con la cabeza perdida se puede invocar el derecho a impedir que un ser humano ya concebido nazca, o que una vez puesto en la existencia sea condenado a morir contra el curso de la naturaleza mediante la eutanasia. En este contexto de la eutanasia se ha introducido, insisto, la diabólica expresión de “suicidio asistido” sobre la cual cabe hacer las siguientes matizaciones.
Suicidio significa literalmente quitarse uno la vida. ¿Cómo? Hay quienes se suicidaron quemándose a lo “bonzo”, haciéndose el “harakiri”, pegándose un tiro por “orgullo militar” o haciendo explotar en su cuerpo una bomba terrorista. Sin olvidar a los que llevaron su huelga de hambre hasta la muerte. Todos estos insensatos en mayor o menor grado se quitaron la vida de una forma pública y espectacular. No obstante, cuando se habla de suicidio sin más aclaraciones se trata de personas que se quitaron la vida de forma disimulada y clandestina para no ser sorprendidas por nadie en el momento de ejecutar su propia auto-sentencia de muerte. Pues bien, el “suicidio asistido” consiste en facilitar a la persona que desea suicidarse los medios adecuados para que ella misma se produzca la muerte. Por ejemplo poniendo a su disposición los barbitúricos adecuados para que el candidato suicida se los aplique acompañado por quienes le acompañan Una modalidad común de esta práctica es la de darle al paciente una medicina a fin de que éste tome, por sí mismo, una dosis mortal. Los partidarios de la eutanasia, en su estrategia por legalizarla, buscan implantar primero el “suicidio asistido”, aprovechando que esta práctica genera menos rechazo en la opinión pública. Con esta expresión muchas veces se pierde de vista que el daño que alguien puede hacerse a sí mismo —y en particular el atentar contra su propia vida— es algo intrínsecamente malo que debe ser evitado; y también que proteger a las personas de sí mismas cuando, por algún motivo, atentan contra su vida o su salud es una grave obligación. Ya no es cuestión de que la víctima se ahorque sola sin ser vista sino de prepararle la horca y acompañarle de forma que la muerte se produzca de la forma más indolora y socialmente comprensiva posible. De ahí lo de “suicidio asistido”, o sea, con la ayuda material y moral de quienes consideran que cada cual puede hacer de su vida lo que le apetezca sin rendir cuentas a nadie. Como es obvio, en estos casos hay suicidio por parte de las víctimas; y homicidio y eutanasia por parte de todas las personas que “asisten” o de alguna manera colaboran en este tipo de muertes. Aunque todo esto parezca brutal y salvaje en extremo a la luz de la sana razón y del sentido común, hasta aquí se ha llegado y todo parece indicar que las leyes públicas tienden a proteger este tipo biotanasia.

3. Calidad de vida y muerte digna.

La bioética está formalmente comprometida con la vida humana y la promoción de su calidad. Por lo mismo, según a qué se llame calidad de vida, así será el trato que se le haya de dispensar después para su promoción. Desde el punto de vista exclusivamente clínico, la calidad de vida se refiere a las condiciones biofisiológicas y sociales que aseguran una vida humanamente autónoma. Esta autonomía se manifiesta principalmente en la capacidad de independencia respecto de los demás, de conocimiento, de expresividad y de movimiento. Los profesionales clínicos más primarios tienden a valorar la vida humana en función de parámetros meramente biológicos. La inmensa mayoría valora, además y sobre todo, la autoconciencia del paciente.
Como es obvio, esta perspectiva es insuficiente para establecer un criterio objetivo y realista sobre la calidad de una vida humana. Toda vida humana posee una calidad intrínseca que va más allá del mero funcionamiento biológico y de la capacidad de ejercicio de la autoconciencia. Nuestra condición humana no termina en la biología ni se pierde con la inconsciencia. Una persona no vale menos cuando está dormida, por ejemplo, o enferma. Hasta que sobreviene la muerte todo es vida, cuya calidad emana de su mero existir. La calidad o valía de un ser humano es superior al mero funcionamiento biológico y psíquico.
Desde el punto de vista metafísico, la calidad de vida es un atributo inherente al individuo humano equivalente al valor, categoría o dignidad del mismo por el mero hecho de ser humano. Desde este enfoque de la cuestión, la consecuencia inmediata y lógica es que toda vida humana es igual en dignidad a otra vida humana. Por lo mismo, ha de ser igualmente respetada. Respeto que le es debido cualesquiera que sean las anomalías que padezca, las limitaciones funcionales de su autonomía y la marginación social a la que se vea reducida. Esta dimensión metafísica es una exigencia del imperativo racional que trasciende a los meros procesos biológicos y a las circunstancias psico-ambientales más o menos felices o desgraciadas en que se ha de desarrollar la vida de las personas.
Otra cosa es si planteamos la cuestión desde los parámetros de una filosofía materialista o relativista. Quienes así lo hacen, piensan que la vida humana no es digna de ser vivida cuando no es productiva. O que no comporta felicidad para sí o para los demás. Por ejemplo, cuando alguien no puede trabajar en absoluto, no puede alimentarse y cuidarse por sí mismo sino que depende totalmente de la familia o de las instituciones sociales. Es obvio que, si la bioética adopta el concepto de calidad de vida de acuerdo con los parámetros de la filosofía materialista, los más enfermos, los ancianos y desvalidos tienen poco que esperar de la bioética.
Pero está también la perspectiva teológica. La calidad de la vida humana viene dada ahora por el hecho de que el hombre y la mujer son imagen de Dios. La vida es recibida como don divino y tarea a realizar según los planes de Dios. Este don comprende la existencia temporal en todos sus momentos y circunstancias así como el destino eterno para el cual todo individuo humano es encendido a la vida. La consecuencia inmediata de este enfoque es que no estamos autorizados nosotros a decidir sobre nuestras vidas por razón de su calidad. Nuestro deber es servirla sin condiciones. Lo que hacemos con nuestra vida a Dios se lo hacemos. Los juicios y tratos que dispensamos a cualquier vida humana nos remiten inmediata e inexorablemente a Dios. De ahí la osadía de intentar recalificar nuestra vida o la de los demás con criterios distintos de Dios, quien es su verdadero dueño y Señor. En cualquier caso, conviene añadir que en la teología cristiana de la vida no se desestiman los aspectos biológicos ni el enfoque metafísico sobre la calidad de la vida. Al contrario, son incorporados, asumidos y contemplados desde el gran angular de la revelación en Cristo como rostro visible de Dios encarnado en la historia de la humanidad para reconducirla a su destino eterno. Sólo así se comprende hasta cierto punto el valor de toda vida humana, incluso en los momentos de mayor sufrimiento y discapacidad.
Tanto los agentes pastorales como el personal sanitario han de tratar a los enfermos terminales, sojuzgados por su presunta minusvalía humana, de acuerdo con las coordenadas éticas y clínicas derivadas de la vida, muerte y resurrección de Cristo, vencedor del dolor y de la muerte. La eutanasia activa, tal como la hemos definido y en cualquiera de sus versiones, es incompatible con la antropología más castiza y razonable y la teología más creíble. Cualquier actividad pastoral, sanitaria o profesional que propicie la eutanasia contra vidas humanas, consideradas como indignas o inútiles, constituye una perversión del principio de razonabilidad y un acto de enfrentamiento directo con Dios en persona.
Como circunstancias o condiciones para morir con dignidad humana cabe recordar las siguientes:
— Aceptar la muerte con serenidad y esperanza. La muerte es el reverso de la vida y el pensar en ella nos ayuda a ser más sensatos y razonables. Por algo algunos filósofos definieron la filosofía como meditación sobre la muerte.
— No a la obstinación terapéutica. El enfermo terminal, los ancianos severamente desgastados y los que padecen deficiencias psíquicas o físicas profundas no pueden ser considerados como carnaza del tecnicismo clínico y de la experimentación científica.
— Respetar el principio de proporcionalidad en los tratamientos médicos. A veces resulta obvio que ciertos tratamientos sólo añaden más molestias inútiles al enfermo en lugar de ayudarle a afrontar la muerte con serenidad y responsabilidad.
— Nunca suspender la alimentación e hidratación. Incluso la alimentación artificial forma parte de los servicios normales que jamás se pueden negar al paciente. En tiempos pasados desde el momento en que un enfermo no podía comer ni beber normalmente ni siquiera con la ayuda de los demás las esperanzas de sobrevivir podían darse por terminadas. Actualmente una persona puede vivir muchos años mediante la alimentación artificial. Tanto es así que con el paso del tiempo ese tipo de alimentación se está convirtiendo en una rutina.
— Uso graduado de analgésicos. Lo cual significa que la administración de lenitivos debe hacerse de forma que no se suprima la conciencia del paciente de tal forma que no se le deje margen para que asuma sus responsabilidades ante la inminencia de la muerte. Todo depende de la responsabilidad de los médicos que han de tratar al paciente de cerca para controlar la dosis adecuada de lenitivos a fin de que le paciente sufra lo menos posible sin acelerar el proceso final que ya está inevitablemente en marcha.
— Uso proporcionado de la anestesia. En los casos de dolores extremos insoportables, el recurso a la anestesia supone que el paciente haya dado su consentimiento, al menos implícita o interpretativamente, después de haber satisfecho sus deberes morales, familiares y eventualmente religiosos.
— No tener engañado al enfermo. El enfermo tiene derecho a saber la verdad de todo lo relativo a su enfermedad. Cuando él mismo solicita información, hay que facilitársela con toda objetividad y prudencia. Por otra parte, esa información no se ha de hacer de forma rutinaria o brutal, sino con profundo respeto y consideración. Incluso cuando el enfermo renuncia a saber la verdad, el personal sanitario y los agentes pastorales tienen el deber de cumplir con su misión asistencial respetando la voluntad del paciente, pero sin favorecer situaciones falsas y engañosas. Hay cosas que, aunque el paciente no quiera saberlas, hay que decírselas. El cómo hacerlo depende de la habilidad, prudencia y caridad de los familiares, agentes sanitarios y pastorales.
Uno de los abusos más frecuentes en este sentido por parte de los facultativos consiste en diagnosticar presuntuosamente el tiempo de vida que le queda al paciente. Los médicos prudentes comunican a los familiares la gravedad del enfermo pero no hacen cálculos sobre las horas, días o meses que “dan” de vida a sus enfermos. Los médicos más sensatos dicen, por ejemplo, que el paciente está fuera de peligro, que lo encuentran más o menos grave o gravísimo. O simplemente que ellos se sienten ya incapaces de hacer más por su vida. Ni crean expectativas infundadas ni dogmatizan sobre un proceso de muerte que es ya obvio.
— Humanización de los servicios asistenciales. Es frecuente encontrar a profesionales de la medicina y agentes sanitarios que tratan a los enfermos con criterios prioritariamente laborales y empresariales. De ahí que, con frecuencia, se trate de negar la ayuda sanitaria a los enfermos más necesitados o que en términos empresariales no resultan rentables. Es obvio que esta forma de pensar y de actuar es incompatible con el derecho a una muerte realmente digna de la condición humana.
— Acceso libre a los servicios de asistencia espiritual. En este orden de cosas, no contribuyen a morir con dignidad quienes impiden con leyes, reglamentos o actitudes personales que los enfermos tengan acceso libre a los servicios de asistencia religiosa. Los servicios religiosos en los centros hospitalarios deberían estar asegurados para quienes los reclamen como los servicios de cafetería y cualquier otro servicio público asistencial.

NICETO BLÁZQUEZ, O.P.

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