NAZISMO, CULTURA DE LA MUERTE
Y BIOTANASIA
1. El nazismo sumergido en la bioética.
Hay quienes no soportan que se relacione la bioética promocionada por algunos profesionales de la misma con las prácticas nazis, pero la honestidad intelectual no permite esquivar esta neurálgica cuestión. Los hechos están ahí y el solo recuerdo de los programas de exterminio y las cámaras de gas nazis siguen horrorizándonos por más que muchos parecen no darse cuenta de que aquellas prácticas nazis, legitimadas por las leyes de Nuremberg (Reichsbürgergesetz y Blutschutzgestz, 1935), comparadas con algunas de las prácticas legalizadas en el contexto actual de la bioética son poco más que un juego de niños. Es inútil ocultar esta realidad por el mero hecho de que cuentan con la clientela que asegura el negocio y una legislación que permite hacer con las personas casi todo lo que es factible en veterinaria con los animales. Por otra parte, sus archivos y bancos de datos están bien protegidos por un sospechoso secreto legalmente establecido contra cualquier incursión de investigadores «ajenos a la propiedad». Así se protegían también los científicos nazis de la opinión pública en la puesta en práctica de su programa de regeneración de la raza aria y exterminio de judíos y otros colectivos sociales.
En 1924 Adolf Hitler publicó Mein Kampf poniendo las bases de lo que actualmente se denomina “los derechos reproductivos”, donde puede leerse lo siguiente: “El Estado hará de la raza el centro de su vida. Quienes sean física y mentalmente insanos o débiles no tienen derecho a perpetuar sus sufrimientos en la carne de sus hijos”. Era sólo el comienzo de la “lucha hitleriana”. El 14 de julio de 1933 el Parlamento alemán aprobó una ley de esterilización forzosa contra todos aquellos que pudieran transmitir enfermedades físicas o mentales a sus descendientes. Sólo la Iglesia Católica se atrevió a protestar. Poco después un padre pidió a Hitler la eutanasia para su hijo discapacitado y el Fhürer encargó a su médico personal el asesinato del niño en 1939. Poco después pidió al personal sanitario que practicaran la eutanasia a quienes la solicitaran para después imponerla de forma sistemáticamente programada. Para el Dr. Pfannmüller, el asunto no tenía vuelta de hoja. Para mí – dijo- en tanto que nacionalsocialista, estas criaturas (discapacitadas, con taras físicas o psicológicas, o enfermedades incurables) no son más que una carga pesada para nuestros conciudadanos. Nosotros los eliminamos, matizó, pero no a través del método de las inyecciones letales, lo cual sería mal visto por la prensa internacional, sino simplemente dejándolos morir de hambre suministrándoles una alimentación deficiente. En 1940 estaba ya en marcha el programa de eutanasia activa Aktion T-4. Un comité de cuatro médicos hitlerianos y un químico proveedor de monóxido de carbono se encargó de decidir a qué pacientes había que aplicar la eutanasia. Se dice que las primeras ejecuciones decretadas por este diabólico equipo sanitario tuvieron lugar en la prisión de Brandenburgo el 4 de enero de 1940. La Iglesia Católica protestó por lo que las ejecuciones empezaron a llevarse a cabo de manera secreta bajo la consigna de Aktion 14, F13 y Solución Final. Y además con más contundencia. Comenzaron así las ejecuciones en masa en los campos de concentración y exterminio de los considerados socialmente indeseables. Según la mentalidad nazi, hay vidas indignas de ser vividas y son una carga económica insoportable para la sociedad fuerte y sana por lo que esas personas deben ser eliminadas. En consecuencia, las leyes públicas debían fijar los criterios de eliminación y las formas a seguir por los médicos en la puesta en práctica del plan nazi de exterminio.
Por otra parte, los nazis manejaron magistralmente el aparato propagandístico y no tuvieron pudor en presentar la Aktion 4 como un signo de “humanidad” y trato digno de la condición humana sufriente. En una película producida por el Ministerio de Propaganda del Reich se trató de justificar un programa destinado a eliminar a todos aquellos considerados por Hitler indignos de vivir. Bajo la fotografía de un niño discapacitado podía leerse: “porque Dios no puede querer que los enfermos se reproduzcan”. Era sólo el ensayo previo de lo que después sería el holocausto judío. Estaba además el argumento económico. En un poster de la Oficina de Políticas Raciales del Reich podía leerse: “60.000 marcos es lo que esta persona que sufre un defecto hereditario cuesta a la comunidad durante su vida. Alemán, ése es también tu dinero”.
Lo sorprendente de todo este asunto es que, entrados ya en el siglo XXI, la filosofía nazi se ha instalado en la Bioética como en su casa sin más protestas plausibles que las de la Iglesia, como en los tiempos álgidos de Hitler. Expresiones como “calidad de vida”, “muerte digna”, “interrupción del embarazo”, “carga social”, “diagnóstico genético”, “derechos reproductivos”, y tantas otras similares, incorporadas al diccionario de la bioética, con frecuencia tienen un significado práctico esencialmente hitleriano.
En 1935 la «Orden Negra» (las SS) comenzó a poner en práctica la Ley para la Protección de la Sangre y el Honor Alemanes o proyecto «Lebensborn». Su objetivo inmediato era asegurar científicamente la pureza de la raza aria considerada como superior a todas las demás por su presunta perfección biológica. El propio Himmler seleccionó a los miembros de las SS entre los más altos, rubios y de ojos azules como rasgos externos fácilmente identificables. Según las previsiones de Himmler y Bormann, una vez ganada la guerra, los superhombres de las SS pasarían a convertirse en un batallón de sementales destinados selectivamente a mujeres arias de 1,60 de estatura mínima, rubias y con ojos azules.
La puesta en marcha del proyecto requería una campaña de mentalización y el maestro de esta operación fue Goebbels, el cual pedía a las mujeres alemanas que aceptaran orgullosas la función reproductora que se les asignaba como un servicio generoso a la causa de Hitler. A él debían ofrecer sus hijos para reemplazar a los soldados muertos en la guerra y edificar la sociedad alemana del futuro con hombres y mujeres biológicamente perfectos. A cambio de estos generosos servicios al Führer serían recompensadas con privilegios sociales y beneficios económicos. Las esposas de los miembros de las SS podrían criar y retener a los hijos como suyos. Pero las mujeres reclutadas para la reproducción selectiva, por poseer las características raciales arias, eran consideradas como madres ilegítimas a pesar de su maternidad genética. Todos los hijos nacidos de este programa racial eran considerados como propiedad del Reich, para lo cual había que disociar la maternidad genética de la legal haciendo prevalecer esta segunda sobre la primera. En consecuencia, si las madres se negaran a renunciar espontáneamente a sus hijos, éstos les serían retirados por la fuerza y los nacidos con alguna deficiencia física serían eliminados sin piedad. Para llevar a cabo este programa de reproducción científicamente selectiva se crearon clínicas especiales en lugares apartados y bien vigilados para asegurar el secreto que encubría sus sospechosas actividades. Estas clínicas recibieron el sobrenombre de «burdeles biológicos» y «apareaderos humanos».
Durante la primera etapa de la guerra los nazis se apresuraron a implantar el programa de reproducción selectiva en los países invadidos. Para ello enviaron expertos seleccionadores de raza con el fin de instalar «criaderos arios». Sólo en Noruega se dice que fueron construidos nueve centros de selección racial, amén de los implantados en Francia, Luxemburgo, Bélgica y Holanda. Se practicaba un riguroso registro de nacimientos, pero haciendo desaparecer el nombre del padre. Cuando se trataba de niños entregados a matrimonios de las SS, en recompensa por algún servicio notable prestado a la causa del Führer, se les retiraba el nombre y los apellidos de los padres genéticos donantes. Los seleccionadores raciales, enviados a Polonia y otros países del Este, capturaban los niños que reunían las características arias para su germanización. Se habla de unos doscientos mil raptados para el programa de los «Lebensborn» o «burdeles biológicos». Sometidos a un riguroso chequeo racial, los considerados útiles eran clasificados, eliminando sus nombres propios y fechas de nacimiento. Algunos eran entregados en adopción a familias nazis. La mayoría de ellos, sin embargo, fueron tratados como cobayas y material de investigación científica. Las niñas, por ejemplo, a partir de los diez años de edad, eran sometidas a tratamientos hormonales con vistas a convertirlas en máquinas reproductoras o animales de cría para las SS.
Los expertos coinciden en que el reclutamiento selectivo de niños sobrepasó el millar en poco tiempo. Son los hijos del Führer y del Reich, muchos de los cuales han buscado después inútilmente a sus padres genéticos. Son los autodenominados «huérfanos de los nazis». Los hay que desean angustiosamente todavía saber cómo fueron sus padres y pedirles una explicación de por qué se sometieron a aquellos planes racistas monstruosos. Se sienten profundamente avergonzados de sus progenitores. Otros han llegado a conocer a sus padres reales o biológicos, pero les han decepcionado profundamente. Las personas nacidas en aquellas revolucionarias clínicas nazis o «burdeles biológicos» se consideran víctimas inocentes de los monstruos humanos que las crearon y aseguraron su funcionamiento. Cuentan también que esas clínicas eran instaladas en castillos y grandes fincas, a salvo de las miradas indiscretas, lo que nos hace pensar en los criterios que sirvieron para la creación de la primera clínica de fecundación “in vitro” en Inglaterra. Los niños allí nacidos, de acuerdo con el programa de selección racial, eran bautizados según el rito de las SS, que sustituía al rito cristiano. La ceremonia tenía lugar en un salón decorado con retratos del Führer y la cruz gamada. El niño, colocado sobre un cojín, era escoltado durante la ceremonia por tres oficiales de las SS en uniforme de gala.
Según los testimonios de Rauschning, Hitler lo tenía todo muy claro. Su política estaba basada e inspirada en el conocimiento científico de las leyes de la naturaleza y de la vida humana. Había que abrir la historia de la humanidad a una nueva era con hombres nuevos científicamente conseguidos en centros de investigación y de reproducción selectiva. Para lograr este objetivo profético había que seguir el mismo criterio que con la especie animal. A saber, exterminio radical de los indeseables y promoción científica de los biológicamente más perfectos. La revolución política hitleriana pretendía así legitimarse en nombre del progreso científico y racial. Según el testimonio de Helmut Poppendick durante el proceso de Nuremberg, la política racial nazi consistía en promover la natalidad entre las familias alemanas y el exterminio de los no arios mediante el aborto, la esterilización forzosa, la eutanasia y otras medidas similares. Según la ley de prevención de enfermedades hereditarias de 1933, había que esterilizar a todos los alemanes que padecieran esquizofrenia, síntomas maniaco-depresivos, mal de San Vito, epilepsia, sordera, ceguera, deformidades físicas importantes y dependencia del alcohol. Se ha dicho que en sólo seis años fueron esterilizados cerca de medio millón de alemanes en cumplimiento de esta ley. Según el párrafo 14 de la misma, la eventual ineficacia de la esterilización debía ser compensada con el complemento del aborto. Primero se alegó como excusa la salud de la madre, que debía dar su consentimiento. Pero pronto fue legalizado el aborto como medida racial contra judíos, polacos, gitanos y otras minorías sociales consideradas como indeseables. Según una circular del comisario del Reich Kaltenbrunner, fechada el 9 de junio de 1943, se debía realizar un riguroso diagnóstico prenatal a todas las mujeres embarazadas. En caso de que el diagnóstico racial fuera satisfactorio, no se podía practicar el aborto. En caso contrario, el aborto se imponía de forma ineludible. Poco después se autorizó el aborto para todas las mujeres polacas. Terminada la guerra, diez dirigentes nazis fueron condenados por «promover y forzar los abortos», tipificando estas prácticas entre los crímenes contra la humanidad.
El programa nazi de purificación racial entró en una nueva fase en 1944. Al parecer, las campañas de esterilización no habían dado los resultados esperados. Quedaban todavía muchas «bocas inútiles» en el Reich. Tales eran los enfermos crónicos y los dementes e inválidos con impedimentos físicos congénitos o adquiridos, los cuales no contribuían al logro de la perfección o calidad de vida auspiciada. Comenzó así la etapa decisiva de la eutanasia clínica. Un grupo de médicos obtuvo la autorización para eliminar a miles de alemanes mediante un programa de eutanasia médica. Había que mejorar la raza o calidad de vida a cualquier precio. Si no bastaba el recurso ordinario a la esterilización y las prácticas abortivas, había que rematar la obra con la eutanasia. La masacre de judíos, polacos, rusos, gitanos y otros grupos humanos, considerados de calidad biológica o racial inferior a los arios, comenzó en 1942.
Estos crímenes en los campos de concentración eran la ampliación lógica de la esterilización y de las prácticas abortivas. Primero se planificó la castración masiva obligatoria de cuantos pudieran transmitir algún defecto hereditario. Los hijos de éstos debían ser abortados implacablemente, como todos los de aquellos padres catalogados como racialmente inferiores a la raza aria. Siguió el plan de exterminio de todos los alemanes defectuosos, potenciado con la implantación de la eutanasia como medida técnica para acabar de una vez por todas con los grupos étnicos considerados racialmente deficitarios. Las víctimas de los campos de concentración fueron sistemáticamente utilizadas como material de experimentación científica. Se les sometía, por ejemplo, a terribles pruebas de temperatura para comprobar la capacidad de resistencia a la muerte. O se les inyectaba virus de diversas enfermedades para comprobar sus efectos en el organismo humano. Sin olvidar las terribles y sádicas vivisecciones. Otras veces esterilizaban a las personas con rayos X, les inyectaban sustancias químicas experimentales, o bien las utilizaban brutalmente como material de investigación. Estas personas así tratadas eran las «bocas inútiles», sin otro valor reconocido que el de su eventual utilidad como material biológico de experimentación científica.
El cardenal Faulhaber, arzobispo de Munich, denunció las prácticas nazis descritas y su filosofía de fondo durante el Adviento de 1933. En Pascua de 1934, el obispo Galen de Muenster identificaba al nazismo con el nuevo paganismo. A principios del verano de 1934, el episcopado alemán en pleno, reunido en Fulda, dirigió una pastoral a católicos y no católicos del mundo entero acusando al nazismo de pretender fundar una nueva y diabólica religión basada en el mito racial. El documento episcopal fue censurado y confiscado por las autoridades nazis, que prohibieron su lectura en las iglesias. Alegaban que la Iglesia se había comprometido a respetar las leyes del Reich. Los obispos respondieron que la Iglesia no podía callarse ante las tropelías morales que se estaban perpetrando. Las autoridades nazis replicaron con una persecución a cara descubierta. Comenzó la campaña de supresión de organizaciones, periódicos y colegios católicos. Por el año 1934 había centenares de sacerdotes y religiosos en prisión por negarse a obedecer las órdenes de la policía nazi o criticar el Hitlerjugend. El 15 de junio de 1935 Göering ponía en guardia a los nazis ante la obstinada resistencia de la Iglesia católica a los planes del Reich.
Los que piensan que estas referencias a las prácticas nazis son un agravio comparativo demuestran su ingenuidad, o que no tienen las manos limpias. El testimonio personal del pionero de la bioética francesa, Jacques Testart, es elocuente. Pero no lo es menos el de expertos que están actuando rutinariamente en muchas clínicas y laboratorios en el más absoluto secretismo legalmente protegido, y que no consiguen tranquilizar su conciencia, que les traiciona al menor descuido, porque son conscientes de que están haciendo cosas éticamente sospechosas. Pero dejemos a un lado la intimidad de la conciencia de esos profesionales de la bioética que todavía conservan el sentido de la responsabilidad moral y vayamos al realismo de los hechos, que es harina de otro costal.
Muchos expertos en bioética dan por supuesto, como los nazis, que entre la especie animal y el hombre no existe diferencia sustancial ninguna. Existiría sólo una diferencia gradual. Por lo mismo, entienden que todo cuanto es científicamente factible con plantas y animales está éticamente legitimado para ser practicado con las personas humanas. Se admiten algunas limitaciones, pero éstas vienen dadas sólo por el cálculo estadístico de consecuencias no deseables y la eventual repugnancia emocional ante ciertas prácticas biomédicas a las que todavía no estamos habituados. Otra limitación viene dada por el riesgo de especulaciones políticas o financieras a que pudieran dar lugar dichas prácticas. Pero este aspecto tiende a ser irresistiblemente tolerado. Se da por supuesto que los intereses científicos, emocionales y económicos deben prevalecer sobre cualesquiera otros.
Las leyes de Nuremberg y las clínicas nazis no tenían nada que envidiar sustancialmente a muchas clínicas de bioética actuales. El proyecto nazi, en su filosofía de fondo y en sus realizaciones prácticas, no fue más que la punta del iceberg de la manipulación del genoma humano y de la reproducción de laboratorio actuales con todas sus consecuencias, entre las cuales la planificación racial es una entre muchas otras no menos preocupantes. Y si comparamos las leyes nazis de Nuremberg con bastantes de las legislaciones actualmente vigentes sobre bioética, se concluye con relativa facilidad que los sueños de Hitler se están cumpliendo gloriosamente a la sombra de esas modernas legislaciones. Estos son los hechos, que por honestidad intelectual y objetividad científica no pueden ser descartados del discurso bioético. El racismo nazi no fue más que un capítulo introductor a la bioética actual. Por lo tanto, si mantenemos su condena, como parece lo más razonable, tendremos que ser consecuentes y hacer lo mismo con la filosofía y las prácticas bioéticas, que ya estaban contempladas en el nazismo bajo pretextos científicos, políticos y raciales. Nos hallamos ante un nazismo sumergido en la bioética que hay que desenmascarar y superar llamando a las cosas por sus nombres en vez de ocultarlas con actitudes farisaicas.
Por supuesto que hablo de hechos y no de intenciones. Quienes se rasgan las vestiduras cuando se habla de bioética y prácticas nazis se refugian en que su intención es distinta de la de los nazis. Pero la intención no cambia la naturaleza objetiva de los hechos. Un aborto legalmente provocado, por ejemplo, es objetivamente una obra de muerte contra un ser inocente e indefenso. Lo mismo da que se practique en una clínica nazi por motivos racistas que en una maternidad actual por otros motivos. Ahora bien, el aborto es una práctica de bioética ampliamente extendida y legalmente protegida, y la eutanasia tiende a serlo como lo fue en la Alemania nazi. La experimentación científica con presos y minusválidos, tratándolos como material de usar y tirar, tampoco es exclusiva nazi. Muchos expertos en bioética trabajan en el sector de la reproducción humana aplicando sustancialmente los mismos criterios de conducta y las mismas técnicas que en veterinaria, dando por bueno el principio nazi sobre la presunta univocidad de la vida en todas sus manifestaciones. ¿Y qué decir de la destrucción sistemática de los eufemísticamente llamados «embriones sobrantes», de la producción y desguace de embriones humanos bajo pretextos científicos o terapéuticos o del secretismo sobre almacenamiento y uso de gametos? ¿O de los proyectos legales de esterilización de minusválidos físicos y deficientes mentales?
Se dirá que las leyes nazis fueron impuestas por la fuerza, mientras que las prácticas biomédicas homólogas que se llevan a cabo actualmente en el contexto de la bioética se realizan respetando la libertad de las personas implicadas. Esta observación tiene su parte de verdad, pero no responde al problema de fondo. También los nazis militantes, que en su día fueron muchos, aceptaron el programa hitleriano de regeneración de la raza voluntariamente y hasta con orgullo, y no por eso dejaron de ser tratadas esas prácticas como crímenes contra la humanidad. Tampoco el estado de libertad cambia la naturaleza objetiva de los hechos que se ejecutan. El grado de libertad y el estado de legalidad sirven, en efecto, para evaluar la responsabilidad personal, pero no para modificar la naturaleza objetiva de las acciones realizadas. La sombra nefasta del nazismo se cierne sobre la bioética y es preciso afrontar el reto en lugar de buscar los tres pies al gato o rasgarse hipócritamente las vestiduras.
La esterilización de los deficientes mentales parecía la cosa más lógica en el contexto de la mentalidad nazi. Pero en nuestro tiempo crece la simpatía por esas prácticas en el contexto de la biotecnología. Su ejecución sólo depende de la voluntad de los tribunales de justicia, sin que algunos juristas encuentren razones de principio en contra. Según el reportaje «Historia de Lynchburg», desde 1905 a 1972 unos 70.000 norteamericanos habrían sido obligados a esterilizarse por no ser considerados aptos por el Estado para la procreación. Y desde 1927 a 1972 los esterilizados habrían sido 8.000 niños y jóvenes. La mayor parte de ellos fueron intervenidos en el sanatorio de Lynchburg en Virginia. ¿Cuántos fueron esterilizados en los 27 estados en los que se pusieron en práctica leyes sobre esterilización? Cuando Hitler llegó al poder en Alemania en 1933 puso en marcha su programa nazi, el cual no era otra cosa que el programa eugenésico norteamericano regulado por la ley Laughlin. Conviene recordar también que la actual asociación internacional «Mensa» promueve en alguna de sus revistas el exterminio de vagabundos, retrasados mentales, ancianos y enfermos. Por otra parte, la bioética pretende asumir todas esas actividades en las que está en juego la planificación científica de la vida y la muerte. Los hechos son hechos y no se los puede eludir con gestos hipócritas y deshonestidad intelectual. Es imposible ser objetivos negando la coincidencia de la mentalidad y de algunas prácticas nazis antihumanas con la forma de pensar y de actuar actualmente en el ámbito de la bioética.
Actualmente no cabe duda de que Hitler sólo fue un buen discípulo de geneticistas y juristas norteamericanos e ingleses y que la bioética puede convertirse en la amnistía y absolución de todos ellos. En 1927 la joven Carrie Buck fue esterilizada en Virginia con todas las de la ley, la cual permitía que pudieran correr la misma suerte todas las personas diagnosticadas como incapacitadas o que pudieran transmitir deficiencias físicas, psicológicas o sociales. Las palabras del magistrado Oliver Wendell Holmes no dejan lugar a dudas: «Hemos visto en más de una ocasión que el bienestar público puede exigir el sacrificio de la vida de sus mejores ciudadanos. Sería extraño que no pudiera exigir, a aquellos que ya socavan la fuerza del Estado, menores sacrificios, percibidos con frecuencia como importantes por las personas afectadas, a fin de evitar que la incapacidad inunde nuestra existencia. Es mejor para el conjunto del mundo que, en vez de tener que llegar a ejecutar a unos descendientes degenerados debido a sus acciones delictivas, o dejarles morir de hambre a causa de su imbecilidad, la sociedad pueda impedir que aquellos que están manifiestamente incapacitados sigan propagando su propia especie. El principio que apoya la vacunación obligatoria es lo bastante amplio como para justificar la ablación de las trompas de Falopio».
Esta mentalidad se propagó como la peste y Hitler la puso masivamente en práctica. Holmes diagnosticó que «tres generaciones de imbéciles son suficientes» y Hitler simplificó el problema poniendo manos a la obra allí donde tales personas hicieran su presencia. Según D.J. Kevles, muchos de los expertos nazis contaban con el apoyo de colegas norteamericanos y británicos. De todo lo cual cabe deducir que los nazis no fueron más que discípulos aventajados del eugenismo norteamericano y británico y poco más que aficionados o debutantes si los comparamos con los “expertos” actuales de la bioética que, en nombre de la libertad y del progreso científico, deciden despótica y arrogantemente sobre el nacimiento, vida y muerte de aquellos y aquellas que les caen en gracia o desgracia en clínicas y laboratorios legalmente autorizados para el ejercicio controlado de sus sombrías e inhumanas actividades. Cuando actualmente se habla, por ejemplo, del derecho a abortar, de los derechos reproductivos, de la condición presuntamente subhumana de los embriones, o de “facturación” por servicios de aborto para justificar la existencia de las clínicas especializadas en realizar abortos de alto riesgo, se está llevando a la práctica la misma forma de pensar de los denostados nazis. Estos son los hechos que muchos no quieren oír y que incluso amenazan a quienes razonable y respetuosamente se los recuerdan. ¿Por qué será?
2. Cultura de la muerte y biotanasia.
La expresión “cultura de la muerte” fue acuñada por Juan Pablo II en la encíclica Evangelium vitae en la que describió las diversas formas tradicionales de destruir la vida humana a las que se suman otras nuevas en el contexto de la bioética. Paradójicamente se tiene la impresión de que existe una conjura orquestada contra la vida desde una mentalidad en la que las instituciones políticas y sanitarias están implicadas. Nos hallamos ante una realidad caracterizada por la difusión de una cultura contraria a la solidaridad, que en muchos casos se configura como verdadera "cultura de muerte", promovida por corrientes culturales, económicas y políticas basadas en la eficiencia. En este horizonte situó Juan Pablo II la guerra de los poderosos contra los más débiles, que va más allá de las luchas personales clásicas. La cultura de la muerte equivale a una conjura organizada contra la vida humana desde sus orígenes hasta su ocaso. Como formas de conducta más características actuales de la cultura de la muerte destacó las siguientes:
1) Los fuertes en salud tratan de eliminar a los enfermos y minusválidos y los Estados poderosos a los Estados débiles. 2) La mentalidad anticonceptiva como actitud de fondo contra la vida no deseada por sí misma y que lleva derechamente al aborto y la eutanasia. 3) Las técnicas de reproducción humana de laboratorio y el uso del diagnóstico prenatal con fines no terapéuticos sino eugenésicos. En ambos casos tiene lugar la destrucción de vidas humanas en estado embrional bajo pretextos diversos. 4) Las prácticas abortivas en el inicio de la vida y la eutanasia para los ancianos y enfermos irreversibles. 5) La política demográfica impuesta por los países ricos a los países pobres. En lugar de tratar de resolver los problemas de superpoblación mediante una política familiar y social humana se promueven faraónicos programas de anticoncepción, esterilización y aborto para los países pobres superpoblados.
En esta conjura contra la vida por parte de los países ricos están implicadas "instituciones internacionales, dedicadas a alentar y programar auténticas campañas de difusión de la anticoncepción, la esterilización y el aborto". Cómplices de esta conjura son con frecuencia los medios de comunicación social creando en la opinión pública una cultura que presenta la anticoncepción, la esterilización, el aborto y la misma eutanasia como un signo de progreso y conquista de la libertad, al tiempo que descalifican las posiciones incondicionales a favor de la vida. Paradójicamente, se multiplican las iniciativas particulares, colectivas e internacionales en defensa de los derechos humanos fundamentales y al mismo tiempo se acepta cada vez con más generosidad la destrucción de la vida humana en los momentos más emblemáticos de la existencia, como son el nacimiento y la muerte. ¿Cómo conciliar la cacareada sensibilidad por la vida y la promoción de los derechos del hombre con el rechazo sistemático y programado de los más débiles, de los niños antes de nacer y de los ancianos? Caminamos hacia una sociedad de marginados, rechazados y eliminados. La teoría de los derechos humanos queda así reducida a un ejercicio de retórica estéril. Es lo que se ha denominado “la gran contradicción” en la que se incurre cuando el respeto a la vida humana deja de ser la piedra angular y punto de referencia inamovible de todo razonamiento humano correcto para discernir lo que es bueno o malo en la conducta de las personas honestas y de las instituciones públicas justas y equitativas.
La teoría de los derechos humanos se fundamenta precisamente en la consideración del hecho de que el hombre, a diferencia de los animales y de las cosas, no puede ser sometido al dominio de nadie en particular ni de las instituciones públicas. Lo contrario conduce a la cultura de la muerte en la cual la destrucción de vidas humanas, bajo pretextos científicos, terapéuticos y políticos, termina formando parte integral de las costumbres arraigadas en los pueblos y sus instituciones legales, políticas y sanitarias. El destruir vidas humanas se convierte así en una ocupación rutinaria con una aceptación más generosa incluso que el robo o la calumnia. Con la mentalidad de la cultura de la muerte la destrucción de vidas humanas inocentes e indefensas termina pareciendo más justa y comprensible que robar o calumniar. Después de esta clarificación sobre la “cultura de la muerte” resulta fácil ahora comprender el significado del término biotanasia. Hablamos de “cultura de la muerte” como una mentalidad según la cual la destrucción de seres humanos es una forma de vida aceptada por las leyes sociales y las costumbres de los pueblos.
3. Definición y áreas de la biotanasia.
En el contexto de esta mentalidad reflejada en la “cultura de la muerte” la biotanasia o muerte a la vida, (bios=vida y thanatos=muerte) se refiere directamente a las diversas formas concretas de “cultivar y producir la muerte” humana en el ámbito de la nueva disciplina denominada bioética. En el año 2009 el término biotanasia no existía todavía en los diccionarios.
En sentido amplio el término biotanasia se refiere a todas las formas de destrucción de vidas humanas como las guerras, la aplicación legal de la pena de muerte y los actos terroristas. Las formas clásicas por antonomasia de destruir vidas humanas eran el aborto, la eutanasia, la guerra y la pena de muerte. Hasta muy recientemente las prácticas abortivas eran consideradas como acciones detestables en grado máximo. Lo que se discutía sobre estas prácticas no era su maldad objetiva, de la que casi nadie dudaba, sino el grado de culpabilidad atribuible a quienes las aconsejaban y practicaban con vistas a determinar las responsabilidades penales derivadas. Pero en el contexto de la bioética esta mentalidad ha sufrido una transformación profunda. La mayoría de los técnicos de la procreación “in vitro”, por ejemplo, o del diagnóstico prenatal, consideran la provocación del aborto, cuando el embrión no responde a sus expectativas, como un mero proceso técnico sin tener en cuenta para nada el problema ético fundamental subyacente. El embrión o feto que no interesa es eliminado y asunto terminado. Sobre la guerra y la pena de muerte siempre se alegaron razones para justificar esas matanzas humanas en nombre del principio de legítima defensa individual o colectiva. Actualmente ha aumentado la sensibilidad contra estas actividades mortíferas pero al mismo tiempo se han potenciado de forma dantesca las máquinas de guerra y el comercio de armas cada vez más sofisticadas y mortíferas. Sobre la pena de muerte contra los máximos criminales ni siquiera los que piden a gritos su abolición cuestionan al Estado su presunto derecho a penalizar con la muerte a determinados malhechores en nombre del principio de defensa colectiva y la primacía del todo social sobre algunas de sus partes constitutivas. Sobre la eutanasia ha ocurrido algo semejante a lo acontecido con el aborto. Hasta muy recientemente el provocar directamente la muerte de los ancianos y enfermos irreversibles o de larga duración de una manera dulce se interpretaba como un acto de inhumanidad y de cobardía humana. Actualmente hay médicos y enfermeras que practican la eutanasia por su cuenta hasta que son descubiertos. Y lo peor es que las leyes civiles tienden a proteger esas prácticas legalizándolas y se habla en este contexto de “suicidio asistido”.
En otros tiempos el que consideraba que era mejor para él quitarse la vida que seguir viviendo se marchaba a un lugar solitario y se ahorcaba. Los más modernos se pegan un tiro o ingieren una cantidad proporcionada de barbitúricos. Para evitar estas situaciones en solitario muchos consideran que la opinión de quitarse uno la vida es tan respetable como cualquiera otra y que, en consecuencia, hay que asistir clínicamente al candidato suicida a satisfacer su deseo de la forma menos desagradable posible. Hablando en plata: al suicida hay que ayudarle a matarse. Yo mismo he oído llamar “crueles” a quienes se niegan a facilitar la eutanasia y existen organizaciones “pro eutanasia” en nombre de los derechos del hombre. Una aclaración importante es que cuando se trata de justificar la pena de muerte se insiste en que el condenado a morir es siempre un malhechor de alto voltaje que puede defenderse. Pero cuando se trata de dar cobertura legal a las prácticas abortivas se evita sistemáticamente decir que el condenado es un inocente absoluto e indefenso.
En el contexto de la bioética la posibilidad de destruir vidas humanas con cobertura legal se ha disparado. Las espantosas técnicas abortivas tradicionales se han sofisticado y las clínicas dedicadas a ese criminal servicio se han multiplicado como hongos venenosos. Cada vez son más los ancianos y enfermos de alto coste económico y asistencial que son eliminados en menos de lo que canta un gallo y las leyes tienden a “regular” tan inhumano servicio para que todo se haga bajo control público y no clandestinamente. Se ha logrado un espectacular avance en el descifrado del genoma humano. Es un acontecimiento digno de ser celebrado con alegría. Pero al mismo tiempo se ha abierto la posibilidad casi ilimitada de manipular a los seres humanos desde sus genes, lo mismo para ayudarles a disfrutar de una mejor calidad de vida humana en el futuro que para destruirlos anticipadamente o destinarlos a fines inhumanos hasta ahora inimaginables. Por si esto fuera poco, muchos científicos reclaman como buitres que se les autorice no sólo a utilizar para fines científicos los embriones “sobrantes” de las fecundaciones “in vitro”, los abortados y los congelados. Ahora piden que se les autorice a producir ellos mismos artificialmente embriones de laboratorio para utilizarlos como “bebés medicamento”. O sea, para extraer de ellos las células troncales con fines terapéuticos o simplemente para realizar con ellos experimentos científicos. En cualquier caso se trata de una forma de destruir científicamente vidas humanas que tiende a convertirse en una rutina con cobertura legal. Se da así la paradoja de que la bioética, que por definición es una cuestión de vida, muchas veces es una cuestión de muerte. La bioética degenera así en biotanasia o muerte a la vida.
En sentido estricto, pues, utilizo el término biotanasia para significar las diversas formas de destruir la vida humana en el ámbito de la nueva disciplina denominada bioética bajo pretextos científicos, terapéuticos, sociales, raciales y sexualmente discriminatorios.
Como áreas específicas de la biotanasia en el contexto de la bioética cabe destacar las siguientes.
Área de la genética. La biotanasia comprende todas aquellas intervenciones sobre el genoma humano que conllevan la manipulación o destrucción del mismo con fines eugenésicos, reproductivos, terapéuticos o exclusivamente científicos. La terapia génica, por ejemplo, constituye un capítulo fascinante y esperanzador de la bioética pero las intervenciones sobre el genoma pueden degenerar en prácticas racistas neo-nazis mediante la selección genética del genoma o la utilización del mismo con fines estrictamente científicos.
Área de la reproducción humana de laboratorio. Como es sabido, en el campo de la reproducción humana de laboratorio la producción de varios embriones por razones pragmáticas es una práctica rutinaria. Ha surgido así la polémica cuestión de los “embriones sobrantes”. ¿Qué hacer con ellos? Hasta ahora su destino fatal ha sido la destrucción de los mismos de formas diversas, pero todas ellas al final mortíferas. Esto es biotanasia pura y dura.
Área del diagnóstico prenatal, del aborto y de la eutanasia. La práctica del diagnóstico prenatal es siempre sospechosa. Muchos ginecólogos aconsejan dicho diagnóstico no tanto porque estén interesados en salir al encuentro de los problemas de salud del que va a nacer, ya desde el seno de su madre, sino todo lo contrario. De lo que se trata en realidad es de saber si lo que se está gestando es niño o niña para chequear su estado de salud destruirlo provocando el aborto si no responde a los deseos y expectativas de los padres. Cuando el diagnóstico prenatal va así asociado al aborto y no a la terapia prenatal nos hallamos ante una obra de muerte y por lo mismo en el campo propio y específico de la biotanasia.
Área de la investigación científica pura. Es el caso de los investigadores que producen, utilizan y destruyen los fetos humanos a fin de incrementar nuestro conocimiento. Tradicionalmente las investigaciones médicas y farmacológicas se llevaban a cabo utilizando animales selectos de usar y tirar sobre los cuales se realizaban todos los experimentos necesarios para garantizar su utilidad para las personas. Ahora existe una tendencia brutal a experimentar directamente y de primera mano con fetos humanos o los enfermos considerados desahuciados. A estos profesionales les parece que el incremento más rápido del conocimiento científico en sí mismo es más importante que la vida de las personas que hayan de morir durante el proceso de esos experimentos. Aparte de absurda, esta mentalidad es muy peligrosa y cae obviamente en el campo de la biotanasia.
Área de la investigación terapéutica y de los “niños medicamento”. Como es sabido, la producción, natural o artificial, de los denominados “niños medicamento” lleva consigo la producción y destrucción de embriones humanos para ser utilizados como los clásicos “conejillos de indias” por motivos terapéuticos en el contexto de la nueva eugenesia o neo-nazismo infiltrado en la bioética. Se producen embriones humanos para extraer de ellos las “células madre”, las cuales son utilizadas como medicinas. Objetivamente este procedimiento lleva consigo la producción desalmada de seres humanos en el laboratorio para ser destruidos al extraerles las células madre con la intención de curar la enfermedad de otros. En la práctica este procedimiento se lleva a cabo en un contexto emocional y sentimental muy elevado pero ello sólo contribuye a que la brutalidad del mismo pase más o menos desapercibida.
4. Biotanasia política.
Cuando la muerte de seres humanos se produce como consecuencia de decisiones materializadas en decretos gubernamentales y leyes parlamentarias tiene lugar la biotanasia política. Nos hallamos ante una obra de muerte impuesta o inducida por las personas e instituciones que ejercen el poder político y legislativo en la sociedad. Como áreas específicas de la biotanasia política cabe destacar las siguientes:
• Las declaraciones de guerra y el terrorismo de Estado.
• Holocaustos y genocidios.
• La pena de muerte como castigo legal.
• La legalización de las prácticas abortivas y de la eutanasia activa.
• Legalización de todas las prácticas biomédicas que llevan consigo la destrucción de embriones humanos, tales como el diagnóstico pre-implantatorio, con fines abortistas, racistas y discriminatorios.
• El uso y destrucción de los denominados “embriones sobrantes” por razones científicas o simplemente pragmáticas en el contexto de las técnicas de reproducción in vitro y de la clonación humana.
• La destrucción de embriones humanos, producidos natural o artificialmente, para ser utilizados como “bebés medicamento”.
• La destrucción de embriones humanos congelados al cabo del periodo de tiempo legalmente autorizado para su conservación.
Por extensión cabe hablar de biotanasia política también cuando la obra de muerte se lleva a cabo en los hospitales por decisión de los Comités de Ética o Bioética, los cuales toman decisiones mortíferas contra determinados pacientes de acuerdo con normas y reglamentos internos legalmente autorizados. Hay biotanasia política, objetivamente hablando, siempre que se realiza deliberadamente una obra de muerte al amparo de una ley pública o de una normativa privada no desautorizada. Como ejemplos prácticos emblemáticos de biotanasia política cabe destacar las decisiones que desde 1994 se empezaron a tomar por parte de algunos Gobiernos con vistas a destruir todos los “embriones sobrantes” que llevaban cinco años en el congelador. En 1996 el Gobierno británico, por ejemplo, tomó una decisión draconiana al respecto y en el 2009 el nuevo presidente de los Estados Unidos no tuvo otra idea más feliz que la de apresurarse a levantar las restricciones económicas vigentes contra el uso y abuso científico de embriones humanos bajo pretextos terapéuticos.
La biotanasia política ha irrumpido en la bioética de forma descarada, arrogante e insaciable. Con lo cual las obras de muerte terminan siendo equiparadas a las obras de vida y en algunos casos tratadas con más respeto. El ser humano es a veces tan paradójico e insensato que es capaz de llegar a extremos como este. Luego se sorprende de que la vida le pase factura con un incremento constante y proporcionado de infelicidad. Mientras la bioética verdadera es siempre una obra vida y humanidad, la biotanasia, por el contrario, es el reverso de la medalla, o sea, una obra de inhumanidad y de muerte.
NICETO BLÁZQUEZ, O.P.
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